sábado, 18 de enero de 2014

Calle Trafalgar (1 y 2)

Una vez instalados, abrimos un par de birras, brindamos y callamos durante un largo rato. Los dos habíamos tenido unos días plenamente agotadores y los dos teníamos muchísimas cosas en las que pensar. Ni siquiera teníamos ganas de cerveza, o al menos yo no, pero habíamos acordado que cuando encontrásemos un piso decente, abriríamos dos latas antes que nada. Nuestro primer año de universidad. Hay tantas puertas esperando que giremos el pomo que ni siquiera nos hacemos una idea. Sevilla es una ciudad de posibilidades sin ninguna duda. Es cierto que no somos de muy lejos, de hecho estamos al lado, pero, pese a la cercanía, nunca habíamos estado en la capital, y las diferencias con nuestra Córdoba natal son abismales. Cuando digo la capital me refiero a la de Andalucía, claro. Solemos referirnos a la región como si fuese parte independiente y diferenciada del país, casi como un protectorado marroquí. Tenemos una idiosincrasia muy propia, casi se podría decir que tenemos pinceladas separatistas, pero tampoco somos tontos. Sería de locos. Seríamos el tercer mundo, carne de invasión de cualquier país con anhelos imperialistas. Quita, quita, demasiado jaleo. Sonaba tópico, pero empezaba una nueva etapa. Teníamos lo que queríamos. Estábamos fuera de la ciudad por fin, lejos del barrio. Una ciudad como Córdoba no tarda en quedársete pequeña. Estábamos hartos de ver las mismas caras y los mismos sitios, y de oír siempre las mismas cosas. Yo acababa de salir –escaldado-  de una relación que copó casi toda mi adolescencia, y Jandro había sido sentimentalmente pisoteado apenas hacía una semana por Raquel, la niña de la que llevaba enamorado desde los once años. Nuestros amigos, que eran pocos, habían salido fuera la mayoría, y una minoría muy ruidosa se había quedado en el barrio. Pero ese sector no era ejemplo y sigue sin serlo. Mucho ha llovido desde entonces  y  los que no han muerto por sobredosis o alguna ETS están atrapados en un bucle de depresión, falta de higiene, venéreas y desempleo. Era el momento idóneo para huir y acoplarse en cualquier otro sitio relativamente lejano.
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 -          -  Vaya zorra, ¿eh? – dijo Jandro interrumpiendo una pausa dramática que se estaba pasando de larga -.
-           -  ¿Quién?
-          -  Pues Ana, ¿quién va a ser? Mira que irse con otro…
-          -  ¿Es esta tu forma habitual de romper el hielo?
-          -  Lo siento, tío. Simplemente quería empatizar, ya sabes… yo también estoy jodido.
-          -  Si querías hablar de ello no era necesario que me recordases lo mío, pero bueno. Nunca fueron lo tuyo ni las relaciones sociales ni la sutileza. A ver, dime, ¿qué te pasa?
-          -  ¿Qué va a pasar, tío? Pues Raquel…
-          -  Ya, lo mismo que te lleva pasando desde hace siete años. No sé para qué pregunto.
-          -  Te llevaste tú toda la sutileza que me falta a mí ¿verdad? Serás capullo.
-          -  Tienes que cambiar de cuento, colega. Eres monotemático. Cuando sales y conoces niñas siempre les acabas hablando de Raquel. En serio, ¿por qué coño haces eso?
-          -  Y supongo que sabes que eso está mal porque tú manejas a la perfección el manual de la seducción, ¿no?
-          -  No sé qué quieres decir.
-          -  Has estado mucho tiempo con Ana, una chica realmente mona, pero te la ligaste hace ya casi cuatro años. Vamos, asúmelo hermano. Estas desentrenadísimo. Acuérdate de la noche aquí en Sevilla, hace tres días, cuando vinimos a buscar piso -.


Sí que lo recordaba. De una forma muy difusa y no sin algunas lagunas, pero sí.
Esta historia, la de los dos colegas que abren unas birras en su piso recién alquilado, empieza un domingo veintidós de septiembre, un día antes de empezar el curso. En el último momento, en el descuento, como a nosotros nos gustaba. Habíamos vivido un verano turbulento y septiembre estaba siendo un mes de calma tras una tormenta estival, y nosotros estábamos aún atontados. Cuando quisimos acordar, era diecinueve y todavía no teníamos piso. Ese mismo día pude convencer a mi hermana de que nos llevase en su coche, y en Sevilla nos hospedamos en casa de Dani, el novio de Izaskun, una amiga de mi hermana Matilde.  Matilde tenía entonces veintinueve años y estaba viviendo todavía con nuestros tíos, esperando alguna jubilación que la mandase como interina a algún instituto. Ella siempre fue como una madre, ya que a mi madre de verdad la tuvieron que internar en un centro psiquiátrico cuando yo tenía cuatro años. Afortunadamente, y es muy duro escuchar esto – más aún decirlo -, no guardo ningún recuerdo de mi madre estando cuerda. Sería mucho peor y más traumático haber vivido la evolución de una madre buena, cálida y acogedora a una loca de remate. Quizá es por eso que puedo hablar de ello sin excesivos tapujos, a diferencia de Matilde. Mi padre murió cuando yo cumplí los quince.  Desde entonces, vivimos con mis tíos, con un tren de vida bastante más estable, aunque en el mismo barrio. Viví una de las situaciones más desagradables posibles en uno de los lugares menos adecuados de la ciudad. Quizá es por eso que mi adolescencia la pasé en la calle, tonteando con muchas drogas y esquivando, por fortuna, muchas otras. Mis tíos eran más viejos y más permisivos que mis padres, y se les partía el corazón al decirle que no a algo al pobre Ginés, a su sobrino favorito, huérfano de padre y de madre demente. Desde luego mis juntas no fueron las más aconsejables, y de las de entonces pocas conservo. Realmente ni siquiera por aquél entonces, una época en la que se magnifica mucho la amistad y cualquier conocido es amigo cercano, nos considerábamos amigos entre nosotros. Éramos todos chavales cortados por la misma tijera, interesados y desleales. Compartíamos lo que tuviésemos que compartir, y si al día siguiente no nos veíamos, no pasaba nada. Fumar juntos, morir solos. A día de hoy sigo desconociendo el paradero de la mayoría de ellos. Solo sigo viendo a El Avispa, con el que aún sigo saliendo frecuentemente  por Sevilla (me lo encontré aquí, por lo visto se había mudado), y del que ya os contaré más adelante. En aquel contexto de droga y desorientación, conocí a Ana, una de esas niñas pijas a las que, quién sabe si por desobediencia, por originalidad o por curiosidad, les atraen los perros callejeros. Yo volqué todos mis anhelos de cariño y contacto en ella, y ella me los devolvió. Fue bastante bonito hasta que me dejó por otro, cosa que ya os he contado y que aún no me explico.

El jueves a las dos de la tarde llegamos a casa de Dani e Izaskun. Vivían en San Jacinto, un barrio periférico sevillano. Dani tenía una pequeña discográfica y un estudio muy coqueto, encima del cual vivían ellos, en una casa de tres plantas, estrechas las escaleras, pero muy anchas las habitaciones que se situaban en torno a estas. Dani e Izaskun realquilaban la casa a otras parejas para poder seguir arrendados allí. Tenían un pequeño huerto ecológico en la terraza, y uno de los mejores micro cultivos exteriores de marihuana de toda la ciudad, aseguraba Dani. Los tomates estaban exquisitos, y la yerba no estaba peor. Se nos fue la hora de las manos, y salimos a las siete a buscar piso. Vimos dos, en barrios atractivos y turísticos, muy decepcionantes y caros. Eran ya las diez de la noche y, exhaustos por la cantidad de posibles hogares que habíamos buscado esa tarde,  cogimos un bus y volvimos a casa de Dani. En la cena, nos dijo que en una nave del polígono de al lado, celebraban el cumpleaños de un buen amigo, y que él iba a ir. A día de hoy sigo sin saber si aquello fue una invitación, pero nosotros lo tomamos como tal y nos dispusimos a asistir.
Ana me había dejado dos días atrás, y yo aproveché para tomarme esa noche como la primera juerga de soltería con Jandro. Yo solía burlarme de él porque no era nada hábil con las chicas, y yo siempre tuve más éxito pese a ser el más feo de los dos. Realmente él y yo siempre fuimos muy diferentes. Nuestros padres eran amigos, crecimos juntos, en la misma escuela y el mismo barrio, pero los avatares de mi vida se tornaron convulsos y ese tsunami de circunstancias nos separó, cuando iniciamos nuestra pubertad, en dos islas distintas. Esto se acentuó cuando los padres de Jandro consiguieron cambiar al niño de colegio y afincarse en la mejor parte del barrio, la más céntrica y que linda con Los Juncos, un barrio que no dejaba de ser obrero, pero de obreros pudientes, de esos que ganan mil euros y pico al mes y se creen aristócratas. No obstante, volví a ver a Jandro a los dieciséis años, varios después de habernos separado. Ana me había invitado a una fiesta de una amiga suya en un chalet, con gente rica y en un barrio de ricos. Yo me encontraba desubicado, pero pronto me percaté que los niños ricos toman las mismas drogas que los niños como yo, con la única diferencia de que iban a barrios como el mío a pillarlas, muertos de miedo, mientras que nosotros convivimos con ellas. Quiero decir, la droga en sus entornos está peor vista, pero se la meten igual que nosotros. Entonces pude desenvolverme mejor, y cuando comenzó la ingesta, me encontré con Raquel, quien hacía unos años asistía a mi colegio. Una niña alta, morena de ojos negros y tez blanca, que me dijo que quería presentarme a su mejor amigo. Ese amigo era Jandro. Nos abrazamos y nos pusimos al día, entre otras cosas tuve que explicarle que Raquel me había dicho que era su amiga, y no su novia como él afirmaba. Ese día acabó nuestro divorcio involuntario, y volvimos a ser inseparables. Yo podía aportarle la picardía que le faltaba y que necesitaba para que la gente, y en especial aquella perra de Raquel, no se lo comiesen con papas. Él me aportaba la parsimonia, la estabilidad y la bondad. Además ninguno de los dos teníamos un amigo de verdad. Hasta ahora. Finalmente, y como muchos imaginaréis, ni yo acabé siendo un joven taimado y sensato pero pícaro ni él acabó siendo un chaval perspicaz y espabilado pero noble. Más bien nos contagiamos lo peor de cada uno. Yo acabé siendo un golfo huevón y él acabó siendo un huevón golfo. Lo suyo con Raquel no salió bien, puede que en gran parte por mis nefastos consejos, pero eso ya lo sabéis. Esa noche, en la fiesta del amigo de Dani, yo quería que se olvidase al fin de ella, y estaba dispuesto a darle  algo así como una masterclass. Derramaba arrogancia por los poros. No me acordaba de cómo se conquistaba a una chica – quizá en parte porque nunca lo he hecho -, pero también se me olvidó que se me había olvidado. Cuando me acerqué a una chica, la saludé y me quedé en blanco, empecé a recordarlo. Cuando repetí el proceso unas seis veces, me cercioré. Jandro y Dani se rieron en mi cara mientras compartían un humeante y bebían unas copas. Fui para donde estaban ellos para contarles mi fracaso y disculparme por mi soberbia, pero antes que yo llegaron dos chicas muy atractivas que se pusieron a hablar con ellos. Ellos las atendieron muy simpáticos, no sin antes mirarme burlones y lanzarme algún guiño. Iba con la intención de disculparme, pero tras tal afrenta, no podía volver con el rabo entre las piernas. Si tenía algo de amor propio, esa noche tenía que ligar con alguien. Entonces vi clara la solución: si iba totalmente ebrio, las palabras fluirían con más facilidad  – aunque con menos nitidez -, y mi problema estaría resuelto. Como ya sabéis por anticipo de Jandro y como imaginaríais aun sin tener datos, fracasé estrepitosamente. Lo verdaderamente lamentable es que ese gran plan, basado en fumar y beber hasta caer redondo, sigue siendo mi técnica de seducción actualmente. Resulta obvio, pero aclararé que sigue sin tener éxito alguno. Esa noche, la noche que estrené método, bebí cinco copas de ginebra - algo épico, pues soy alguien con un estómago realmente delicado- y fumé siete aliñados –en ese terreno sí que soy más resistente-  del hachís más tosco que he probado nunca. Me acerqué a una niña muy bajita y bastante mayor que yo, morena y con el pelo muy rizado. Tenía los ojos marrones y la nariz muy pequeña y muy bonita. Soy un fanático de las narices, así que le dije que me parecía muy guapa, tal cual lo pensé. Ella sonrió y se presentó. Lo había conseguido. No me había trabado ni quedado sin palabras, así que había cumplido mi objetivo y me crecí. Empezamos a mantener una conversación más o menos coherente, por lo que me crecí aún más, y en un alarde de inteligencia y sensatez pedí una cerveza y un tequila y me los tomé mientras seguía charlando con la mujer de la nariz bonita. No sé en qué punto de la conversación desconecté, y solo podía pensar entonces en las ganas que tenía de vomitar. Me venían las arcadas de forma muy violenta, pero claro, no podía ausentarme, pues aquello estaba ya hecho, o eso creía yo, así que me limité a disimular. Tanto disimulé y tan bien lo hice que ella no se esperaba ni por asomo lo que se le vino encima. Yo tampoco me esperaba lo que se me vino a mí encima. Me soltó una hostia, tan improvisada como precisa y sonora. Ella no parecía una chica excesivamente pulcra, pero a nadie le gusta que le viertan una mezcla de ginebra, birra, tequila, jugos y bilis a partes iguales encima de la camiseta. Es todo lo que recuerdo de aquella noche.

-         -   Tienes razón, mamonazo. Lo de aquella noche fue totalmente ridículo – dije al fin. Jandro siempre tuvo una gran facilidad de sonsaque. Seguía ahí, sentado en la silla, con la cerveza en la mano, espetándome, y tuve que admitirlo.
-          -  Totalmente vergonzoso, si me permites matizar.
-          -  Sí, bueno, como sea. Aun así, a eso es a lo que me refería, hermano. Ahora tenemos la oportunidad de resarcirnos de malas experiencias pasadas, conoceremos nueva gente, nuevas chicas. No vas a tener que recordar a Raquel. ¡Vivimos en una de las mejores ciudades del mundo, hermano!
-          -  Sí, tienes razón. No tenemos motivo de queja. Además vivimos en un buen barrio y tenemos un piso de puta madre.


Y de verdad que lo era. Jandro daba mucha importancia al barrio en el que viviéramos. El estatus y el aspecto de los habitantes, la imagen que tuviese el barrio en la ciudad y lo que la gente dijese de él, por eso para él encontrar piso fue un logro mucho mayor que para mí. Yo no tenía demasiados requisitos, pues tampoco tenía un listón especialmente alto.  Era seguro que todo esto era por influencia de sus padres. El apartamento era un bajo con vistas a la calle y con habitaciones espaciosas que daban a un patio interior, así que adiós a mi sueño de montar un cultivo de exterior y ganar algo de dinero vendiendo en un barrio que, según mis expectativas, contaría con pocos proveedores residentes. Nada más entrar, una cocina pequeña pero equipada, y a mano derecha, un salón amplio con un televisor de pantalla plana. Este conectaba con un pasillo largo que terminaba en un cuarto de baño. A la derecha se situaban nuestros cuartos: primero el mío, el de Jandro el último, y en mitad el más reducido, destinado a un tercer compañero que teníamos que encontrar (una tarea que aún no habíamos iniciado). En cuanto al barrio, era un barrio bien. O al menos, la parte que nosotros habíamos visto hasta ese momento (solamente la parte sur). Como digo, la parte sur era una muy buena parte para vivir. De hecho los pisos de esa zona eran todos muy caros. Lo que yo llamo sur no corresponde con el punto cardinal exacto, sino con lo que yo entiendo por sur según mi perspectiva espacial (poca y mala). Este “sur” es la calle Simancas, una larga avenida a la que se accede desde el puente, y según se avanza se pueden ir viendo el Parlamento de Andalucía, la muralla y la Basílica de La Gracia, virgen que da nombre al barrio. Obviamente era un lugar harto concurrido por turistas, por lo que la zona estaba llena de bares, tabernas, restaurantes y hoteles. Todo esto encarecía cualquier posible alquiler. Nuestro piso, sin embargo, era mucho más barato, pues estaba en una perpendicular que separaba Simancas con Doctor Pascal, lo que yo llamaba y sigo llamando “norte”. Nosotros accedimos, tanto cuando vimos el apartamento como cuando definitivamente nos instalamos, por Simancas, por eso no sabíamos cómo era de verdad el barrio. De hecho, si lo hubiésemos sabido, Jandro nunca hubiese accedido a alquilarlo. El barrio de La Gracia empieza precisamente en calle Simancas, siguiendo hacia el oeste hasta bastante antes de la mitad de la muralla. En dirección al este llega hasta el puente del Almirante. El puente y el comienzo de la muralla distan apenas doscientos y algo metros. Era y es un barrio estrecho. La parte sur –mi sur- era como ya dije Simancas. De ahí en adelante, todo era norte. Así lo concebíamos nosotros (quizá la culpa fuese de las drogas). La Gracia fue tradicionalmente un barrio obrero - pero no de obreros pudientes como los de Los Juncos, sino de obreros pobres como los de mi barrio de Córdoba, El Sainete- hasta que en plena calle Simancas, la zona más céntrica y calmada de La Gracia de los años 40, terminaron de construir la Basílica de La Gracia en 1949. Cuando en 1969 la Basílica fue consagrada, los propietarios de hoteles y restaurantes, así como los hosteleros quisieron trasladarse a la zona y así aprovechar el mucho turismo que traería la Basílica de la virgen con más devotos de la ciudad. Además, el sector público también invirtió mucho en la zona, a solo algunos metros de la Isla de la Cartuja (ínsula bañada por el Guadalquivir, de ni 10 kilómetros de diámetro, totalmente desierta y dejada), en la cual quería el ayuntamiento situar el proyecto de la Expo, que no llegó a la capital hasta el 92. Los constructores también quisieron aprovechar la coyuntura para poner bloques de pisos en los muchos descampados que había en el barrio. Pero todos ellos parecieron no reparar en algo tan obvio y tan palpable que nunca había dejado de estar ahí, mientras ellos hacían sus planes y se instalaban acá o allá. En La Gracia estaba el comedor social y las viviendas de protección oficial, además de ser tradicional residencia de los inmigrantes. Toda esa gente no iba a irse de ahí, ni tampoco había nada por lo que pudiesen echarles, pues no sería legítimo. Años después he sabido que por aquél entonces llovieron los sobornos a jueces para que ordenasen inminentemente desalojar varias zonas de la barriada, pero esos hijos de puta no se salieron con la suya. Para mediados de los ochenta, ya todos los habitantes que habían llegado a ocupar las nuevas viviendas se habían ido. Es lógico, he visto a muchas familias irse del Sainete. Es un tipo de barrio en el que si te quedas es porque no tienes más remedio. Por aquél entonces ya solo la calle Simancas seguía siendo zona de interés turístico y comercial, además de bonita. Las demás calles de La Gracia volvieron a ser lo que eran, pero ésta ya se había consolidado como calle bien, por lo tanto empezó su triste pero irremediable divorcio con el resto de la zona. Desde entonces y hasta ahora, todo siguió igual. Igual en cuanto a estructura, pues en un barrio de esta índole nunca dejan de pasar cosas.

La primera vez que Jandro y yo conocimos las entretelas del barrio más allá de la cómoda y emblemática zona de Simancas, fue un día después de acoplarnos en el apartamento. Cuando llegamos de la facultad, nos dirigimos para hacer la compra semanal a Casa Trini, que según nos dijo la vecina, estaba al final de nuestra misma calle en dirección a Doctor Pascal. Nuestro piso estaba en mitad de la calle Trafalgar. La calle no tenía ni tiene más de tres metros de amplitud. La calle estaba llena de viviendas, tanto a un lado como a otro. Eran bloques de dos bajos y dos primeros, todos con pequeñas terrazas que daban al exterior, de manera que unas estaban en frente de otras formando una especie de corrala. Llegando al final de la calle, la peña flamenca Torres de la Gracia, que daba un ambiente tremendamente bullicioso a la vecindad, y un patio interior dependiente de uno de los bloques de pisos, que conectaba Trafalgar con la paralela, la calle Jaspes. Una vez se llegaba al final, Trafalgar se acababa y a mano derecha se ensancha mínimamente y se accede a la calle Jesús Nieto, que desemboca en Doctor Pascal. Jesús Nieto era frecuente meeting point de cuatro o cinco yonquis que se congregaban, con un litro de cerveza en una mano y con un porro de apaleado en la otra, a hablar quién sabe sobre qué; supongo que sobre las cosas tuvieron o de las que podrían llegar a tener, que es la conversación habitual de los que no tenemos nada. Una vez llegamos a Doctor Pascal, como por arte de magia, ¡puf! Un barrio nuevo. En el medio de la calle, el comedor social suministraba por partida doble: suministraba comida a aquellos que la necesitaban, y suministraba al barrio todos los gorrillas que necesitase y alguno más. Entre todos ellos el que más destacaba era  El Costra. El Costra no cobraba por los servicios que prestaba a los conductores, de hecho era el único que no lo hacía, pero su dedicación y compromiso con este noble oficio eran tremendos. En cuanto un vehículo (el que fuese) se acercaba a su recta, él corría como un gamo para guiarlo con enérgicos y exageradísimos gestos hasta su aparcamiento. No obstante, si el conductor no quería aparcar, El Costra nunca se ofendía. Muy lejos de ello, ofrecía un exhaustivo servicio informativo sobre dónde había otros aparcamientos libres en cualquier zona del barrio. Era gorrilla por vocación.
En una bocacalle de la misma Doctor Pascal, el centro de terapia ocupacional, y algo más adelante, al final de ésta, los minúsculos pisos de VPO y el albergue municipal. Y en el epicentro de todo esto, la calle Trafalgar. Es decir, toda la gente de la calaña indeseable en cualquier otro barrio, tenía un resort en el nuestro. No es clasismo lógicamente lo que hay en mis palabras –pues yo siempre he formado y sigo formando parte de esa mala calaña-, sino veracidad. Por mucha solidaridad que se regale a la hora de hablar y por muy progresista y tolerante que uno pueda considerarse, nadie querría vivir en un barrio como El Sainete o La Gracia. Cuando salía con Ana, conocí a Fernando Ponce, un amigo suyo que vivía en un chalet en uno de los barrios de las nuevas zonas residenciales, cuyos padres decían estar muy a favor de la integración de las clases menos favorecidas, y atacaban ferozmente el racismo y la discriminación. Me caían muy bien hasta que un día invité a Fernando a casa de mis tíos y le prohibieron terminantemente ir. Fue entonces cuando me di cuenta de que hablar es gratis. De todas maneras, podía y puedo entender que a Fernando no le dejasen venir a dormir al Sainete.  La política de integración es siempre la misma: ayudar, pero desde lejos, sin mezclarse. Si las ayudas llegasen cuando, como y en la cantidad que deberían llegar, quizá nuestros barrios no serían tan conflictivos, pero eso es agua de otro molino.
-      

             -  No puede ser, hermano. Estamos otra vez en El Sainete, en El Sainete de Sevilla…
-          -  La verdad es que se parece mucho – dije riendo. Aunque no estuve contento con el descubrimiento, la situación me pareció irremediablemente cómica.
-          -  ¡No puede ser, tío, no puede ser! Llevo una vida entera huyendo del barrio y me encuentro con esto. Soy un desgraciado, joder.
-          -  No te pongas así, hombre. Es un barrio obrero, sin más. Lo del comedor social es algo temporal, quiero decir, los yonquis no están aquí todo el día, y aquí están todas las facultades de ciencias de la salud, es decir, hay muchos estudiantes más además de nosotros –aunque intentaba relajarme, no podía parar de reírme. Su cara era un auténtico poema. Mis esporádicas risas restaron convicción al argumento, inevitablemente.
-          -  Vete a tomar por culo.
-          -  Mira, Jandro, sea como fuere, la alternativa no existe. Si tan malo es el barrio, simplemente no lo frecuentaremos. Y relájate ya, cojones.


Mis amables palabras parecieron relajar inexplicablemente a mi amigo, que dejó de hablar del tema. Compramos todo lo necesario en Casa Trini y cocinamos pasta. Comiendo, hablamos de fútbol, y una vez comidos, era la hora de bajarnos los humos con más humo que sube. Mientras saboreábamos cada calada, no dijimos nada. Era nuestro momento de la concordia, y teníamos muchas cosas que asimilar. Cuando la colilla se apagó, terminó ese sacro momento y tras un silencio prudencial, tratamos el tema del tercer compañero.

2

Jandro había puesto muchos carteles por su facultad. Estudiaba medicina, a cien metros de casa, por la parte buena. Yo estudiaba periodismo algo más lejos, en La Cartuja. Nuestro anuncio de “Se busca compañero de piso” no era demasiado elaborado. No lo recuerdo con excesiva precisión, pero era algo así: “se busca compañero de piso para compartir piso –no teníamos una técnica de escritura demasiado depurada- en la calle tal y tal. El piso es tal y cual y el precio es Pascual”. Estoy seguro de que era algo así. Comprensiblemente, nos llegaron pocas llamadas y Jandro y yo ya nos preocupábamos más por conseguir algún curro o algún trapicheo que nos permitiese pagar el piso entre los dos que por encontrar al tercero, opción que ya habíamos casi desechado. Yo podía conseguir yerba en El Sainete muy barata y muy buena. Es ese tipo de droga a la que solo tienen acceso unos pocos privilegiados, muy familiarizados con la materia y el proveedor. Al resto de compradores, se les vende solamente una porción de ese oro que se mezcla con una parte muy generosa de mierda. Pero esa opción, dadas las circunstancias actuales, era inviable. No podía ni quería volver al Sainete porque no quería encontrarme con Ana y por motivos que ya os contaré. Lo único que me ataba allí eran mis tíos, y ya tendría tiempo de visitarlos en navidad. Matilde está continuamente moviéndose, viajando, por lo que la vería sin necesidad de volver al barrio. Por otra parte, en La Gracia no se iban a dejar engañar con el material que yo pudiese traer para vender el doble de caro. Aunque muchos no supiesen escribir ni sumar, todos sabían cuánto era un gramo. Además, si algo sobraba en aquél barrio era droga y eran camellos. Jandro planteó la posibilidad de currar de dependiente o de camarero en algún sitio no demasiado lejano, y pese a la pereza que aquello me daba, había que empezar a asumir que nadie querría vivir con nosotros y que no teníamos dinero para pagar aquello entre los dos.

Tres días después, Jandro llegó a casa diciendo que había hablado con el dueño del bar de al lado, Bar Paco, un bar que derrochaba clase y elegancia.

-         -   He salido de clase pronto y he ido a hablar con él. Paco dice que le hacen falta dos camareros, porque los que estaban antes se han casado –entre ellos- y está sin personal. A mí me ha puesto a currar toda la mañana, y me ha dicho que mi amigo podía venir esta tarde. O sea, tú. Nos van a pagar en negro, lógicamente. A mí me ha cogido de momento, y no soy ningún virtuoso. Solo ve y no la cagues.
-          -  ¿A qué hora tengo que estar en el tugurio ese? –no me gustaba trabajar-.
-          -  A las siete, puntual.

Era lo que había. No rechisté. A las siete estuve allí como un clavo y empecé a fregar platos sin haber apenas hablado con Paco

-         -   ¿Tú eres Ginés, no?
-          -  El mismo
-          -  Pues venga, a currar.

Era un tío con una conversación apasionante Paco. Un hombre rechoncho y de media estatura al que se le empezaba a ver el cartón, alcohólico y bastante pesetero. Muy tópico, la verdad. Puede que eso reste calidad a la historia, pero era exactamente así.

Me puse a fregar platos con la cabeza gacha, tratando de tardar lo menos posible para ponerme a hacer lo siguiente que Paco me encomendase. Quería causar buena impresión el primer día. Cuando lavé toda la vajilla salí a servir las mesas. Dicen que abril o mayo son meses idóneos para visitar Andalucía, pero octubre es seguramente mejor. El calor no se ha ido, pero se está yendo, y las gentes que huyen del bochorno estival vuelven repletas de ganas de volver a su cálida casa, y los estudiantes llegan todos en hordas, aún ociosos sin exámenes, a ingerir todo lo posible. Los extranjeros, quemados aún, se resisten a irse del paraíso, y en la calle huele a algo que no se sabe exactamente lo que es, porque no hay ningún árbol en flor, pero es un olor que a todo el mundo embelesa. De verdad que me esfuerzo en describirlo, pero supongo que no podría terminar de explicarlo del todo bien. Además era viernes. La calle estaba tan bonita que hasta el antro de Bar Paco estaba lleno, así que me entretuve mucho sirviendo refrescos a los padres que iban con sus hijos, vermús a los viejos del dominó, vino tinto al snob que quiere dárselas de entendido enólogo para encandilar a alguna muchacha, cervezas a los estudiantes, de unas y otras edades, a los que yo pedía la documentación según me pareciese y según las ganas de molestar que tuviese en el momento. Vi llegar a un chaval de mi edad más o menos que se sentó en una mesa con tres niñas. “Cómo se lo montan algunos”, pensé. Me quedé mucho rato observándole, con más o menos disimulo. Me parecía haberle visto alguna vez. Era alto -no tanto como Jandro, pero sí que mediría metro ochenta y algo-, de hombros anchos y barriga prominente. Sin embargo, tenía culo de pollo y piernas de alambre, y unos ojos marrones y pequeños y una pronunciada nariz aguileña. Pensé que ese tipo era bastante peculiar, y que era imposible que lo hubiese visto en algún otro sitio sin acordarme de él. Le fui sirviendo copas de ron a él y a sus tres acompañantes. No era ni mucho menos un chico atractivo, pero parecía tener a las tres completamente pendientes de lo que él dijese o hiciese. Cuando ya llevaban cuatro o cinco copas, me chistó de una forma muy desagradable y me pidió unos chupitos de tequila. Cuando se los traje, totalmente ebrio, me dijo que me conocía.
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       -  Yo a ti te conozco.
-          -  ¿Está usted seguro, caballero? –empezaba a utilizar las mismas muletillas que todos los camareros y solo llevaba un día-.
-          -  Sí, seguro, segurísimo.
-          -  Bueno, yo a usted no lo recuerdo –iba ya a irme para seguir con mis labores, pues creía que el gordo me estaba tomando el pelo-.
-          -  Tú te llamas Ginés. ¿A que sí? –aquello sí que me sorprendió. Había hecho ya el ademán de marcharme, pero en cuanto escuché mi nombre me di la vuelta y me quedé clavado, mirando a aquél tipo.

Por fin averigüé de qué lo conocía. Para mi desgracia, no sólo sabía quién era ese tipo, dónde lo conocí, su nombre y sus apellidos, sino que además le debía un favor tan gordo como él. Como a todo lo malo de mi vida, lo conocí en El Sainete. Se llamaba Timoteo, era de un pueblo de Huelva y tenía no sé qué familiares en el barrio. Un fin de semana de mayo de hace ya un par de años, fue a hacerles una visita a esos allegados que tenía –y no sé si sigue teniendo- allí. Timoteo venía de un barrio como el nuestro, y como un animal en terreno extraño que busca a los demás de su especie, no tardó mucho en conocer a los demás cachorros. Mayo es un mes genial para visitar Córdoba. La mezcla de los naranjos en flor, el bullicio de las calles, el ambiente festivo y el clima hacen que incluso los sitios como El Sainete tengan un embrujo especial. El Avispa, mi único amigo del barrio, me llamó para tomar unas cañas con él y con un colega al que había conocido hace poco. Allí estaba, allí vi a Timoteo por primera vez, tomándose una caña y saboreando un cigarro en la terraza del bar Cala. Era el bar bueno del barrio, al que íbamos en ocasiones especiales, y concretamente en mayo. Las demás veces íbamos a El Cordón, el bar más angosto del barrio, el único bar donde nos dejaban fumar. Esta amnistía corrió como la pólvora en el barrio y el bar Cordón se convirtió en el bar de moda hasta hace unos años, cuando les pusieron una multa y tuvieron que cerrar. Era temprano, no eran más de las seis de la tarde, hora a la que nos gustaba reunirnos para ser los primeros del Cala y poder ver cómo los demás iban llegando. Son las pequeñas cosas que nos gustan a los que somos de ciudades pequeñas.  Estando yo con Timo –así es como le llamaban- y El Avispa, vimos llegar a Bernardo El Ascuas. 

Dejadme que os cuente la historia de Bernardo El Ascuas:
Es historia viva de El Sainete. Nacido y criado en el barrio, Bernardo provenía de una larga estirpe de trabajadores del campo, proletarios, currelas de la construcción, empleados temporales y demás explotados. Creció en un entorno de ingenuidad y de sumisión al superior, que en ningún caso llevó a ningún miembro de su familia a alcanzar la estabilidad ni tampoco la felicidad. El chico se prometió a sí mismo que nunca se sometería ante nadie y que él sería su propio jefe. Pese a que el nene era espabilado y ambicioso –ambas cualidades insólitas en su familia-, no podemos olvidar que pasó su infancia en El Sainete, y además en los noventa. Las nuevas drogas que se dieron a conocer en la década y la propensión de los niños del barrio a probarlas todas no le ofrecieron el mejor marco en el que labrarse un futuro. De la ecuación ambición más astucia más drogas resultó lo evidente. Berni tardó poco en hacerse un hueco entre los camellitos de medio pelo de la zona. A los trece años ya pasaba chivatos de yerba a mil pelas debajo de los soportales. A los veinte, alquiló un piso en los soportales y montó su negocio en casa. A los treinta, los soportales eran suyos y ya no vendía hachís ni marihuana si no eran al por mayor. Era uno de los mejores contactos de uno de los traficantes que más kilos movían por Andalucía, Pedro El Fantasma. Le llamaban así porque nadie lo había visto nunca, y quienes lo habían visto tenían terminantemente prohibido describir su aspecto. La gente le tenía pavor. Era algo así como el Voldemort de la droga. El Ascuas era el empleado de Pedro que más pasaba en Andalucía después de un tío de Huelva. Pues bien, Bernardo era vecino de mis tíos, vivía donde yo, en los soportales de Fachique –bautizados así por ser el lugar del asesinato de Fachique, un gitano del barrio-. Vivía en el piso de abajo. Mi padre solía decir que si viviese encima de  una librería, sería su perdición. Me alegro de que muriese sin saber que la perdición de su hijo la supondría tener al camello debajo. Cuando Berni aún pasaba de cuatro en cuatro gramos, yo era su mejor cliente. En realidad El Ascuas era para mí más que un dealer un prestamista. Siempre me fiaba y yo se lo devolvía cuando podía. Era una suerte que por aquél entonces yo tampoco estuviese fuera de los circuitos del trapicheo. Me dedicaba a vender a los niños pijos de las zonas residenciales. Vendía mierda mala a los más tontos para poder comprarle mierda buena al más listo. No obstante, ese tipo de negocios tienen fecha de caducidad, la fecha en el que el más espabilado entre los torpes se da cuenta de que le estás vendiendo serrín.  Una vez que mis ingresos se convirtieron en cero, lo que antes eran veinte euros fiados fueron multiplicándose en una progresión aritmética que se prolongó dos meses en el tiempo. Bernardo conocía a mi familia, y conocía mi tragedia. Siempre fue bastante benévolo, pero era una persona muy orgullosa, y cuando los orgullosos consideran que te estás aprovechando de ellos, solo puedes correr. Y es cierto eso de que puedes correr pero no esconderte. Dos meses después, ahí estaba El Ascuas, sentándose en la terraza del Cala mientras pedía una caña. En cuanto lo vi, me puse la capucha y le pedí a Timo las gafas de sol. Lo que se me olvidó fue avisar a El Avispa de que me andaban buscando. En cuanto este pronunció las palabras “¿A qué juegas, Ginés?”, las piernas de Berni se accionaron como un resorte y vino a por mí. Antes de pedirme nada de lo que le debía u ofrecerme cómodas cuotas de pago, me zurró dos preventivas. La diferencia entre una preventiva y una hostia normal radica en la forma de la mano (abierta en lugar de cerrada) y en la contraprestación (las preventivas no se devuelven). Una vez mi prestamista se calmó, me dijo de forma calmada: “dame lo que me debes o te mato”. En cierta medida, me alegré de que se hubiese apaciguado, pero por otra parte me asustó muchísimo la frialdad y el temple con los que me exigió el pago inminente de mis deudas. El único dinero que yo tenía eran dos euros para dos cañas. No le iba a decir que no lo tenía, pero ni mucho menos podía meterme la mano en el bolsillo y ofrecerle mi botín, pues las siguientes no serían preventivas, y además Bernardo conocía muchísima más gente que yo en el barrio. Bernardo dejó de espetarme por un segundo para mirar a quienes me acompañaban, supongo que para comprobar su masa corporal para estar prevenido ante una inminente reyerta. En cuanto vio a Timoteo, su semblante tornó desde un rojo acalorado inicial hasta una palidez enfermiza. Después, se dirigió hacia él con un gesto que expresaba respeto y miedo a partes iguales. El gordo no se inmutó, y se limitó a preguntar cuánto dinero le debía.
-      
              -  Setecientos cincuenta –dijo el muy cabrón-.
-          -  ¡Setecientos cuarenta, maricón! –salté yo automáticamente. Fue un acto reflejo. Cuando El Ascuas me miró de forma asesina me relajé bastante.
-          -  Pues se van a quedar en setecientos cincuenta, puto moroso.
-          -  Joder con el redondeo… - cuando vives en un sitio como El Sainete, siempre tienes que tener la última palabra, seas quien seas. El silencio es para los ricos.
-          -  Pues aquí los tienes – Timoteo se lo sacó de la cartera con un gesto de indiferencia, como si le aliviase quitarse billetes de encima. Bernardo se limitó a callar e irse.


Y en líneas generales, aquello fue lo que pasó. Ya sabía por qué me sonaba la cara de aquél gordo. Podríamos haber tenido en común cualquier experiencia, como  haber coincidido en una juerga, o en clase, o haber intentado conquistar a la misma niña, pero no. Tenía que deberle pasta. Nueva vida, nueva ciudad, nuevo barrio, y aun así nada más llegar ya estaba envuelto en la misma tesitura en que solía estar siempre. Obviamente aquél gordo iba a querer de vuelta los setecientos cincuenta pavos que me había dejado aquél día, salvándome de un palizón mortal, y de hecho seguramente me la devolviese él para demostrarme que lo que Timo te da Timo te quita. Por suerte para mí, llevaba toda la tarde, sin saberlo, emborrachando a base de bien al hombre en cuyas manos estaba probablemente mi vida o mi muerte. Es difícil matar a alguien cuando te cuesta incluso articular palabra. Eran las once menos cuarto, y faltaba muy poco para que mi turno acabase. Con suerte, Timoteo no repararía en mí, se centraría en seguir bebiendo como un cosaco, yo podría irme a casa y no volver a verlo nunca más. Sevilla es muy grande. Pero cuando salí de dentro del bar, para ver si alguien quería que le sirviese otro trago antes de que me fuese, el gordo me hizo un gesto con la mano al que yo acudí con suma rapidez, pues por mucho miedo que tuviese, nunca es adecuado ignorar a según qué tipo de gente cuando te están llamando. Las tres muchachas ya se habían ido. Timo me pidió otras dos copas. “Jodido ansias” pensé. Cuando volví con los dos gintonics, me ordenó que me sentase con él.
-         
       -  Ésta copa es tuya. Vamos, bebe.
-          -  No me gusta la tónica, Timo.
-         -   Bebe, cojones, y no me hagas un feo.- El muy cabrón tenía las mismas costumbres que los mafiosos. Aquello empezaba a recordarme a las películas de gánsteres en las que cogen a un pringado que ha hecho alguna cagada y lo llevan toda la noche con ellos, mareándole, manteniéndole con la incertidumbre, prolongando su inminente e irremediable defunción, hasta que al fin, no sin antes haberle dado una vana esperanza de que conservará su triste vida, le pegan un balazo en la sien.

No rechisté y me fui bebiendo la copa de poco en poco. Es verdad que al estar ebrio, mis posibilidades de ganarle en un enfrentamiento físico se elevaban, siendo nulas en circunstancias normales. Pero había un gran inconveniente en que fuese hasta el culo de alcohol: los borrachos son completamente impredecibles. No sabes lo que van a hacer, y además, tampoco puedes preverlo, pues a un borracho nunca le cambia el gesto. Cuando, además, el borracho es el protegido del mayor traficante de la región, han de saltar todas las alarmas. Yo estaba con todos los músculos agarrotados, preparado para lo que pudiese venir. Se me debió notar.
-          ¿Qué te pasa?
-          Nada… nada en absoluto.
-          ¿A qué hora terminas el turno?
-          Ya lo he acabado, estaba a punto de irme a casa.
-          De eso nada, colega. ¡Es viernes! Tú te vienes conmigo. Apenas son las once, además esta noche invito yo, que hace mucho que no nos vemos.
En cualquier otra circunstancia hubiese visto el cielo abierto al oír esa frase. Los chicos nacidos en familias como la mía nunca podemos rechazar una invitación, sea de quien sea. Se podría decir que es incluso amoral. Pero mis temores estaban demostrando ser ciertos. Aquél mamón me iba a tener deambulando toda la noche por los antros más lúgubres de la ciudad hasta que al fin, cuando ya me hubiese drogado lo suficiente, me matase.

-         -   Pues venga, ¡vámonos de aquí! –dijo él antes de que yo confirmase mi asistencia. Total, ¿acaso tenía que hacerlo?
-          -  Pues vamos allá.– dije aparentando seguridad, aunque realmente estaba aterrorizado.

Se notaba que Timoteo había estado más veces en Sevilla que Jandro y que yo. Conocía las calles, los bares e incluso a la gente. De camino desde bar Paco al siguiente garito tuvimos que pararnos a saludar a al menos cuatro grupos de personas de distintas edades. Sorprendentemente, me llevó a la céntrica zona de La Raíz, atestada de bares y discotecas, y ocupada por grandes manadas de estudiantes y Erasmus (una raza que merece mención aparte). Timo no me había llevado aún a ningún sitio desolado y recóndito en el que asesinarme a gusto, recreándose, sino que se estaba haciendo de rogar. Primero, querría hacerme disfrutar de una última copa y quizás un último humeante antes de quitarme la vida. Supongo que también desearía estar él algo más sobrio y emborracharme más a mí. Se estaba haciendo el remolón, y eso me ponía muy nervioso. Entramos a un garito en el que ponían rock and roll, pedimos dos copas y empezamos a hablar de música. Tenía mucha conversación, podía hablar absolutamente de todo, quizá por eso le gustaba tanto marear la perdiz antes de matar a la gente. Pensé que quizá querría cobrarme también las copas a las que me estaba convidando. Me apetecía muchísimo beber. Estaba cagado de miedo y necesitaba relajarme. Quizá ganase determinación, aunque perdiese facultades físicas. Las copas fueron cayendo y las horas pasando, e incluso estuvimos hablando con algunas chicas de forma muy amigable, y Timo no mencionó en ningún momento la posibilidad de marcharnos a otro sitio. “¿Me querrá matar aquí?”, pensaba yo continuamente. No obstante, pese al miedo a morir y la incertidumbre que me estaba haciendo pedazos el estómago, estaba disfrutando de la conversación como pocas veces lo había hecho. Las muchachas con las que estábamos eran muy simpáticas y cultas, grandes conversadoras también. Una se llamaba Adela, y estudiaba algo relacionado con la economía, era pelirroja y con unas mejillas adorables. Manuela, su amiga, era una gran saxofonista que estudiaba periodismo como yo. Era morena de ojos negros, con unas clavículas muy atractivas. Timoteo me llevó a la barra a pedir otras dos copas. Eran ya las cinco en punto. Estaba seguro de que en ese momento me iba a comunicar que nos íbamos a otro sitio más remoto y tranquilo, incluso era posible que tuviese el coche aparcado cerca de ahí o que tuviese un jodido chófer para asuntos como éste.

-         -   Escúchame, hermano. Tenemos a esas dos chavalitas en el bote.– desde luego no era eso lo que esperaba oír. Me tranquilizó bastante.
-          -  ¿Tú crees?
-        -    Del todo seguro. ¿Cuál te pides? –no quería confiarme, pero era posible que Timo no quisiera matarme.
-          -  ¿Pedirme? No sé… no creo que sea muy ortodoxo eso de pedirse a una persona.– le hubiese dicho que era un cerdo, pero pese a que mis temores se habían difuminado bastante, no quería perderle el respeto.
-          -  ¡Venga ya, cojones! Es una forma de hablar. Lo que no es ortodoxo es intentar ligar los dos con la misma.– el muy cabrón tenía respuestas para absolutamente todo.
-          -  Ya, pero es que no se…
-         -   ¡Que a cuál te pides, hostia!
-          -  A Manuela.
-          -  ¡Ya está! ¿Tan difícil era decirme cuál te gusta más de las dos?– volvía a estar seguro de que ese hijoputa quería matarme. Solo estaba tratando, en un acto de piedad, de darme mi última noche en compañía de una mujer.

Cuando nos dimos la vuelta, las dos amigas ya se habían marchado. Miramos a un lado y a otro para cerciorarnos, pero sí, se habían ido. “Pues nada, en fin…” oí murmurar a Timo. Entonces lo supe con certeza. Era el momento. Hay distintas reacciones ante una muerte segura e inminente. Muchos huyen, otros se enfrentan con rabia a su asesino. Yo, simplemente me resigné. Asumí con dignidad que era mi hora. No pensaba estar más tiempo haciendo el soplapollas. Si quería matarme, que lo hiciese ya.

-          -  De acuerdo, mátame ya y acabemos con esto rápido.
-          -  ¿Qué dices? –dijo Timo exhalando una carcajada enorme.
-          -  ¿No vas a matarme?
-          -  ¿Matarte por qué?
-          -  Pues porque te debo muchísima pasta, tío.– dije en un acto de suma ingenuidad, pues parecía que de verdad deseaba que aquél gordo me matase.
-         -   ¿Sí? ¿De qué y de cuándo?
-          -  Pues de cuando le pagaste mi deuda a El Ascuas, en el bar Cala, en el Sainete. De hecho esa es la única vez que nos hemos visto a parte de hoy.
-          -  ¡Ah! ¡Es verdad! Bueno, no pasa nada. Ya me los irás devolviendo. Ni mucho menos iba a matarte, Ginés. Qué cosas tienes.
-          -  Ah. Bueno, siento haberlo pensado…– no solo me sentí avergonzado, sino que además había pasado un mal rato increíble en balde y, por bocazas, tendría que pagarle los setecientos cincuenta pavos que había olvidado que le debía.
-          -  Ni me acordaba. Cuando manejas tanta pasta como yo manejaba, lo que te di es sencillamente calderilla.
-          -  ¿Manejabas? ¿Lo has dejado? –pregunté interesado.

El resto de la noche, hasta que cerraron el bar en el que estábamos y mucho después, sentados en un banco, Timo me contó su historia, historia que yo os contaré:

Timoteo Valera nació en Cartaya, Huelva, en el 93. Cartaya es un pueblo de ricos y pobres, es decir, los que trafican y los que consumen. Nadie en ese pueblo estuvo carente de contacto con la droga desde los 90 en adelante. Huérfano de padre y de madre profesora, Timo destacó desde pequeño por su arrolladora inteligencia. Los profesores andaban siempre detrás de Josefina, la madre del chaval, para convencerla de que, por favor, si podían, se marchasen del pueblo, donde Timoteo no iba a poder formarse adecuadamente. Con tan solo ocho años el niño dejaba atónitos a los profesores con sus razonamientos, y era capaz de resolver operaciones totalmente inaccesibles para los demás niños de su edad. Pero habían comprado un piso y estaban estrenando hipoteca, por eso doña Josefina rehusó los consejos de sus compañeros docentes y el niño tuvo que crecer allí. El chico empezó a conocer el mundo, o al menos Cartaya, la porción del mundo que a él le había tocado conocer. Una porción del mundo en la que o comes o te comen. Los niños del pueblo empezaron a tontear demasiado temprano con las drogas, y Timoteo, convencido de que quería ser de los ricos que venden y no de los pobres que compran, empezó a trapichear a la corta edad de doce años. Pese a ello, el pequeño mamoncete revolucionó el mercado. Por las tardes, cuando decía a su madre que iba a la plaza a jugar al fútbol, cogía la bicicleta y se iba hasta Punta Umbría, un pueblo de costa a menos de dos kilómetros de Cartaya, que pese a estar muy cerca, no tenía playa. Además por aquél entonces estaba llegando una mercancía de increíble calidad que venía desde el Algarve portugués y de la que solo llegaba una pequeña proporción que se quedaba en las localidades más próximas. Una de ellas era Punta Umbría, donde el pequeño Timo pilló sesenta euros por primera vez tras romper la hucha que tenía en su cuarto. Nunca dijo dónde la compraba y poco a poco nadie en Cartaya quiso comprar a nadie que no fuese él. A los dieciséis, Ronco, el que era el dealer del pueblo antes de irrumpir Timo en el panorama, le ofreció la posibilidad de vender a medias para El Fantasma, con quien él habló una vez por teléfono para ultimar los detalles del trabajo. Antes de ir a por  la mercancía, Ronco le recogería en la puerta de la casa abandonada e irían hacia Albatros, en Cádiz, donde Matías Mentor, el contacto de El Fantasma en la capital, les haría la entrega. Una vez lo hubiesen vendido, volverían a Albatros a llevar el dinero  –menos el porcentaje que les correspondía- y a recoger la siguiente entrega. Timo cuadruplicaba cada mes el número de ventas de Ronco, y El Fantasma quiso deshacerse de él para que el joven cartayero trabajase solo y sacase mayor beneficio. Cuando cumplió los dieciocho años ya era la mano derecha de Pedro El Fantasma, quien le compró un coche y le pagó la licencia de conducción para que pudiese seguir yendo a Albatros sin problema. No obstante, Timo nunca llegó a conocerlo. Se comunicaban por cartas, y alguna que otra vez hablaron por teléfono. El resto de veces, Matías Mentor actuaba de mediador. Fue por eso por lo que una vez que acabó el bachillerato, se vino a Sevilla, donde se matriculó en periodismo, pese a no llegar a asistir a ninguna clase en los dos años que llevaba matriculado. Simplemente necesitaba engañar de forma piadosa a su madre, quien lo crió sola y no querría saber que su único hijo era uno de los mayores traficantes de Andalucía. Alquiló un piso en el centro, desde donde podía distribuir por toda la ciudad. Además, Albatros era el primer pueblo gaditano desde Sevilla, lo que facilitaba el transporte y reducía el riesgo al no tener que pasar por la costa, donde eran muy habituales los controles de mercancía.

Pero esa noche Timo me confesó que no podía hacerlo más. Recordaba los ojos de su madre cuando las gentes del pueblo le comentaban lo inteligente y simpático que era su hijo. Se sentía orgullosa de haber podido criar a un hijo tan admirable en un ambiente tan poco propicio y sin un referente paterno. Todas las noches soñaba con ello y le castigaba muchísimo. No podía seguir con aquello, por lo que rompió los lazos comerciales con El Fantasma y Matías Mentor y se propuso, este año sí, empezar la carrera que siempre había querido estudiar y que su madre siempre quiso que estudiase. En verano había vendido mucho, y ahora se estaba dedicando a pulir todo ese dinero negro antes de iniciar su nueva vida. Llevaba todo septiembre viviendo en uno de los hoteles más caros de Sevilla, invitando a copas a todo cristo y llamando a chicas de compañía. Timoteo me estaba empezando a caer de maravilla –quizá por lo que nos hermanamos cuando nos bebemos unas cuantas copas- y sabía que estaba buscando un piso cerca de la facultad, así que le ofrecí ser nuestro compañero a cambio de saldar nuestra deuda. Ahora que lo pienso, quizá fue eso y el dejar de currar en Bar Paco lo que me empujaron a proponérselo, realmente aún no me caía tan espléndidamente bien.

-         -  ¿En serio? ¡Joder, eso es una gran idea, tío!– dijo encantadísimo.
-          -  Claro que sí, hermano. Será un placer compartir piso contigo.
-          -  Me parece un plan genial, en serio. Mañana mismo me pienso instalar.
-          -  Por cierto, has dejado de pasar definitivamente, ¿no?– saldar la deuda y dejar el curro no me parecieron beneficio suficiente, también quería droga gratis.
-          -  Sí, a gran escala sí. Pero quiero seguir vendiendo por el barrio, de forma mucho más relajada, para sacar algo de pasta. La semana pasada estuve hablando con Ronco. Está en Sevilla, sabe que soy bueno con las ventas y me dará hachís de El Algarve y marihuana de Albatros. Es imposible conseguir algo parecido por aquí.

Estaba deseando irme a casa. Pensar que vas a morir y prepararte para ello es mucho más agotador de lo que parece, pero a Timo no le importaba eso. Estaba demasiado entusiasmado con compartir piso con un colega después de vivir solo tanto tiempo, y aún estaba borracho y eufórico, así que cogimos el coche, llegamos a su hotel, empaquetamos todas sus cosas y nos fuimos de vuelta a casa. Exhausto y preguntándome por qué se habían ido sin decirnos nada esas chicas tan agradables me tiré en la cama aún vestido y me dejé morir –metafóricamente esta vez- sin perspectiva de despertar demasiado temprano.






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