miércoles, 19 de marzo de 2014

Calle Trafalgar (cap3)

Desperté. Me incorporé, con los codos apoyados en la cama, mientras pensaba en la noche de ayer y en qué vendría hoy. Sin duda, si el karma existía, hoy sería un día tranquilo y apacible. Pero recordé que había hospedado a Timoteo sin consultarlo antes con Jandro. La peor sensación del mundo es despertar lleno de energía e ir recordando en hilera todas las cosas que has de resolver. Mientras me vestía, ensayaba mentalmente lo que le diría a Jandro. Preparaba cuidadosamente todas las razones por las cuales había invitado a un narcotraficante desconocido a vivir con nosotros de forma indefinida. Me anticipé a todas sus posibles respuestas y las fui desglosando una a una hasta rebatirlas todas. Todo ello lo hice mientras me quitaba el pijama. No obstante, fue en vano. Solo había pensado en cuánto odia Jandro que se tomen decisiones a sus espaldas, pero había olvidado por completo la capacidad de persuasión de Timo. Cuando llegué al salón, los dos disfrutaban de una birra y una bolsa de altramuces mientras se contaban sus aventuras y desventuras amorosas. Timoteo tampoco había tenido mucha suerte en sus relaciones. Sandra, quien solía ser su novia, lo dejó en la estacada en el momento en que dejó de poder conseguirle droga gratis. Había algo peculiar en su forma de narrar su historia con ella. Era prolijo en detalles y no le importaba contar las cosas tal y como pasaron pese a lo mucho que había sufrido, pero lo hacía de forma comedida, como si midiese el nivel al que se abría a nosotros para no romper a llorar. Al ver que le costaba tragar saliva y que su garganta se anudaba, quise desviar la conversación hacia un punto menos doloroso.

-   ¿A qué hora te has levantado?
-    Pronto. Fui temprano a casa de Ronco y llevo toda la mañana intentando vender esta maravilla por el barrio –dijo mientras me mostraba un chivato muy bien cargado.
-   ¿Intentando?
-    Sí, hermano. Tras toda la mañana vagando de acá para allá, no he encontrado en el barrio una sola persona  que quiera comprar. Al principio, simplemente lo dejé estar, pero cuando ya eran diez u once las personas que rechazaban mi mercancía, no he podido evitar preguntar por qué.
-   ¿Y qué han dicho?
-    Todos parecían estar bien servidos, y los que no, me decían que podían conseguir algo mucho mejor cuando quisiesen.

      Me extrañó mucho lo que me dijo. Timoteo sin duda no estaba menos perplejo, pero lo decía con ese inherente gesto de indiferencia que tanto me enervaba, y parecía no importarle; nada más lejos de la realidad. Yo había probado el material en otras ocasiones –gracias a Bernardo El Ascuas- y tenía claro que era imposible encontrar algo así en Sevilla. Algo de tanta calidad no se encuentra fuera del circuito de la costa atlántica, yo lo sabía, y Timoteo también. No quise creérmelo. Que alguien de La Gracia no quiera comprar lo que Timo traía y al precio al que lo vendía era como si un perro sarnoso harto de pienso de tercera o cuarta fila rechazase una pata de jamón de la dehesa. Quería ver aquello con mis propios ojos.
 
     Nada más salir del piso, paramos en la cochera de en frente,  que tenía la portezuela por donde salen los peatones abierta. Detrás se oía reír y charlar a tres o cuatro personas. Nos asomamos y vimos a tres chicas y un chico sentados en sillas de playa. Si no estaban fumando, acababan de apagar el último, pues en aquél garaje se respiraba felicidad. Jandro y yo estábamos seguros de que Timoteo simplemente había tenido mala pata esa mañana, pero que sería coser y cantar vender nuestra yerba por el barrio. Cuando tocamos a la puerta, entramos en la cocherita con el pertinente permiso de quienes allí estaban y les ofrecimos nuestro oro, nos despacharon como si les acabásemos de poner una mierda en la cara. Alguno incluso se rió, pero su mueca retrocedió al lanzarle Timoteo la misma mirada que me lanzó a mí cuando no quise beber de su copa. Nos fuimos de allí bastante confusos. Seguimos nuestra ruta, hablando con los yonquis nostálgicos de la calle Jesús Nieto, con los gitanos de los pisos de protección oficial, con los viejos que consumen para paliar los dolores de su osteoporosis, con los estudiantes ingenuos, con las amas de casa que disfrutan de una buena recompensa antes de acostar a los niños, y no hubo nadie que quisiera adquirir lo que le ofrecíamos. Hasta El Costra nos rechazó. Dimos aquello por perdido. Estábamos confusos y contrariados, especialmente Timoteo, que acababa de pagar doscientos euros a Ronco. Volvimos a casa y, tras el almuerzo, cogimos un par de papeles y un mechero y decidimos darle salida a la inversión de Timo como mejor sabíamos. “No sé qué coño está pasando aquí, pero lo voy a averiguar”, repetía continuamente. Nadie le contestaba, y realmente él no esperaba contestación. Estaba hablando consigo mismo, pero en voz alta, para aportar esa seguridad y ese empaque que aporta un pensamiento en voz alta. Nosotros no éramos más que unos testigos colaterales y circunstanciales de aquella promesa que se hizo a sí mismo en ese momento.

      Nuestro día a día en la facultad era bastante incierto. Cuando nuestro errático horario nos permitía ir a clase, nos dedicábamos a vagar por allí, totalmente desubicados. En uno de esos momentos de desorientación entramos en la clase equivocada, en segundo de periodismo, donde me pareció ver a Manuela. Al terminar las clases nos la volvimos a cruzar un par de veces, pero Timoteo aseguraba que en la vida había visto a esa mujer. Yo estaba bastante convencido en un principio, pero poseo la desagradable habilidad de dudar de mí mismo hasta el punto de dar por ilusorias escenas de mi vida totalmente reales. Sin embargo, su forma de mirarnos a Timo y a mí era algo peculiar. Coincidimos en el parque donde los estudiantes de la facultad yacen en el césped como lagartos, eliminando con cerveza y otras sustancias isotónicas cualquier vestigio de aprendizaje. Allí estaba ella, o una persona que se le parecía mucho, conversando con un grupo reducido, buscándonos con la vista, mirándonos por encima del hombro de sus compañeros y girando bruscamente el cuello cada vez que nuestra vista coincidía con la suya. No tenía claro si nos miraba como se mira a alguien a quien se conoce o simplemente miraba como miraba todo el mundo a la gente con pintas como la de Timo o la mía.

-   Yo creo que sí que es ella.
-    No. Créeme, soy bueno con las caras y no, no es ella.
-   ¿Entonces por qué razón se disloca el cuello cada vez que uno de los dos la pilla mirándonos?
-     Pues porque somos atractivos, macho. Día a día tengo que lidiar con situaciones incómodas como esta. A nadie le gusta que le descubran mirando a una persona que le atrae, hermano, porque el cortejo es competición, y las miradas muestran debilidad.
-    ¿Has fumado?

Tras un rato prudencial, y muy a pesar de Timoteo y su romántica teoría del cortejo, Manuela –porque era Manuela- terminó por acercársenos, disipando nuestras dudas con un “me tenéis totalmente intrigada”. Lo que vino a continuación sí que no me lo esperaba.

Yo atendí poco a lo que decía. Había algo en ella que me resultaba familiar, pero al mismo tiempo me parecía muy diferente a cualquier persona que yo hubiese podido conocer nunca. Al fin y al cabo, todos aquellos a los que he conocido, todas las amistades que he tenido o todas las conversaciones que he entablado han estado marcadas por el interés. En lugares como los que yo vivía y como los que sigo viviendo, todo es gobernado por el interés. Nadie se te acerca si sabe de antemano que de ti es imposible sacar algún beneficio. Es la selva. La selva tiene una única ley; la de sobrevivir, y cuando te riges por esa sola ley el tiempo es mucho más que oro. Nadie lo perdía por gente como yo o como Timoteo, y es por eso que desde muy pequeños quisimos andar metidos en líos y en trapicheos para que alguien pudiese querer sacrificar algunos minutos por nosotros. Sin embargo, Manuela parecía ser una de esas personas capaces de ofrecer su tiempo, su atención o su amabilidad sin necesidad de obtener una recompensa por ello. Aquello me pareció genial y bastante sorpresivo, pero el estar divagando sobre la condición humana hizo que no me enterase de casi ninguna frase que Manuela pronunciase en ese momento, por tanto no comprendí por qué estaba tan intrigada con nosotros. Timo, que poseía y sigue poseyendo una inteligencia bastante más práctica que la mía, me lo pudo explicar.

La noche en la que Timoteo pasó a ser un inquilino más de la calle Trafalgar, la noche en que yo sufrí la angustia de creer morir inminentemente, cuando hablábamos con Manuela y su amiga Adela y decidimos ir a por unas copas mientras Timo me preguntaba que a cuál de las dos me pedía, un tipo se acercó a ellas dos y les advirtió que éramos gente peligrosa, impredecible y sanguinaria. Les aconsejó alejarse de nosotros de inmediato, y así hicieron ellas, algo incrédulas, pero pensando que tal vez fuese lo mejor. Aquél hombre no les pidió nada a cambio, simplemente las miró marchar. Según Manuela, era un adulto de unos treinta y pico, de media altura, carácter calmado y con pelo corto. Según ella terminó la descripción, Timo bramó lenta y nítidamente: “Ronco”.

-    Es Ronco. Encaja a la perfección con lo que ha dicho.
-    ¿Estás seguro? Tampoco ha sido una descripción excesivamente exhaustiva. Quiero decir, pudo ser cualquiera. Puede haber decenas de miles de pavos en Sevilla que tengan esas características, no me jodas.
-     ¡Venga, hostia! No hace falta ser la puñetera Jessica Fletcher. Primero hace que las chicas huyan de nosotros, y después me vende esta yerba que resulta que nadie quiere, yerba que seguramente haya vendido previamente él para hacer que nadie quiera comprarme. Eso si no ha ido por La Gracia dando órdenes expresas de que no compren mi material. Ese mamón quiere vengarse porque yo lo desplacé del panorama cuando me convertí en el protegido de El Fantasma, como antes lo había sido Matías Mentor y como lo era el propio Ronco antes de que yo empezase a pasar por Cartaya. Es un hijoputa vengativo y calculador. ¡Vamos a por él!

Empezaba a cogerle el tranquillo a Timoteo, y cuando te hacía algún tipo de proposición sin antes consultarte, sin interpelar contigo y sin pedir en ningún momento tu opinión era porque realmente no le importaba, porque dijeses lo que dijeses, hicieses lo que hicieses, aunque te agarrases con las uñas de los pies y de las manos al asfalto, aunque apelases a la calma, a la reflexión y a la cordura o te encomendases a los dioses griegos, aquello iba a suceder. Fuese lo que fuese que él quisiese que sucediera. Me arrastró fácilmente de un zarandeo y ni siquiera me permitió despedirme de Manuela. Una vez más me iba de su lado sin yo querer. Sentí que poco importaba lo que yo quisiese. Era algo que había sentido toda mi vida, algo de lo que estaba huyendo cuando vine a Sevilla, pero quizá ese algo que me impedía realizar lo que verdaderamente quería no era más que yo mismo.

Estábamos allí. Ya habíamos llegado al bloque donde Ronco vivía, bastante cerca de nuestro piso, a unos quince minutos andando, en un barrio mucho más acomodado que el nuestro. Timoteo sabía perfectamente cuál era su planta y su puerta, también su portero automático, pero antes de llamar, nos detuvimos debajo del umbral de la puerta del bloque y miramos hacia los lados, también hacia arriba y hacia atrás. Es el tic del que tiene miedo. Miedo de haber tomado una decisión irrevocable pero que no sabe a dónde le llevará ni por qué la ha escogido entre multitud de opciones más. No obstante, allí estábamos, y quizá yo estuviese dispuesto a desandar lo andado y caminar atrás, de vuelta a nuestra anterior vida, la que teníamos antes de ir a por Ronco. Pero Timoteo no lo estaba. Aún no tenía las suficientes derrotas a su espalda como para ser consciente de que no existe un número finito de derrotas, sino que alguien puede perder tantas veces como decida jugar. Cuando empiezas a perder más de lo que ganas, descubres que el “eso no puede pasarme a mí” no existe. Es entonces cuando adoptas la vida del perdedor, coges su estética, su himno y su bandera.

-    ¿Diga?
-    ¿Ronco? Soy Timo. ¡Abre!
-     De acuerdo. Sube

No tenía nada claro lo que iba a hacer cuando nos abriese la puerta. No sabía de hecho qué era lo que Timo quería hacerle, si robarle, pegarle una paliza, pedirle explicaciones  o si iba a quemarle la mercancía. Tampoco sabía cómo. ¿Qué posición adoptaría? ¿Se haría el remolón un buen rato hasta que Ronco se diese cuenta de que lo sabía todo o se lo diría directamente, de sopetón? Tal vez ni siquiera pretendía hablar con él. A lo mejor le lanzaba un puñetazo a la nariz según Ronco abría la puerta, aprovechando que tendría la mano en el pomo y no podría cubrirse. Y aunque no lo sabía y la curiosidad me martilleaba el estómago, sabía que no era conveniente preguntarle. Haría que Timo perdiese los nervios y desde luego eso no nos interesaba a nadie de los que estábamos implicados en todo este asunto. Tocó el timbre y Ronco abrió. Estaba viendo un partido de fútbol. Se sentó en el sofá donde estaba antes de abrirnos, se lamentó por una ocasión que su equipo había fallado y nos ofreció un par de cervezas que aceptamos de momento. Los niños de barrio aceptamos una cerveza aunque nos la ofrezca el mismísimo diablo. El anfitrión se incorporó, fue a la cocina y nos trajo nuestras dos latas de rubia. Mi compañero se amorró a ella y la succionó en medio minuto. Aquello era un don. Cuando lo fui conociendo más, tuve ocasión de comprobarlo mejor. El muy cabrón era capaz de tragarse lo que fuera en cuestión de segundos. Hay personas que pueden controlar conscientemente órganos que normalmente funcionan de forma involuntaria. Timo concretamente controlaba la epiglotis a su antojo. Era un súper poder que le permitía alcanzar la embriaguez en el momento que le placiese. Terminó su birra y la dejó en un posavasos, de forma muy educada. Ronco, que había presenciado el show, carcajeó y exclamó sorprendido: “¡Dios! Eso ha sido la hostia!” Timo se dirigió muy lentamente a él. La suerte estaba echada. Timo volvió a hacer gala de esa capacidad de autocontrol emocional que yo atisbé cuando nos habló de su ex novia. Manejando a la perfección la situación, se dirigió a su paisano:

-    Devuélveme mi dinero. ¡Todo!
-   ¿Por qué? ¿No te gusta el material?
-    ¡No lo hagas así, Ronco! ¡No trates de engañarme, so mierda!
-    ¿Pero de qué coño me hablas?

Timo no esperó más. No reculó, no dio opción a la pacificación, no quiso conocer opiniones ni oír a nadie explicarse y le asestó un bofetón con la mano abierta. Como un correctivo, pero de intensidad cuadruplicada. No sé si el alcohol había hecho que perdiese los estribos o si lo que había hecho que mi amigo saliese de su órbita fue un exacerbado sentido del honor y el orgullo.  En cualquier caso, yo me quedé inmóvil un metro detrás de ellos dos, en el mismo sitio que me había colocado nada más entrar, acodado en un precioso mueble de caoba donde Ronco tenía puestos los posavasos. No creo que Timo me hubiese llevado allí para ayudarle en una pelea, sino para hacerle más ameno el paseo a casa de su enemigo. Si quisiera un compañero de lucha, yo no era el más indicado. De todas maneras, Timoteo lo sabía. Si su objetivo era pegar, hubiese llevado a Jandro, que al menos medía metro noventa y algo. Yo no era más que un sparring. Por eso, me quedé allí como un pasmarote mientras veía al gordo de Timo darle un segundo bofetón a Ronco, que seguía tratando de dar explicaciones. No sé si alguna vez habéis intentado explicar algo mientras os zurran un palizón, pero ya os digo yo que no es una tarea especialmente fácil. No importa que lo que quieras explicar sea un tratado filosófico o una receta de cocina. Es imposible. Cuando Ronco recibió la tercera hostia, decidió no volver a intentar establecer ninguna conversación y empezó a defenderse, primero tímidamente, con un agarrón y un puñetazo en el hombro, y después con uñas y dientes, ante la feroz respuesta de Timo, que le propinó un cabezazo y un tremendo golpe en la boca en cuanto su oponente le golpeó la primera vez. Fue el pretexto que Timoteo necesitaba. Fue la mecha que encendió el cohete. Una vez que Ronco le tocó, Timoteo dio rienda suelta a toda su ira, a todo su enfado, a toda su frustración, y les puso nombre y apellidos. Tobías Martínez, “el Ronco”, no era más que el protagonista de su último traspié, pero en ese momento lo convirtió en responsable de todas las desgracias ocurridas desde que era niño. Timo nunca había pegado a nadie, nunca lo necesitó. Pero en ese momento, una vorágine de rabia contenida atizaba al que antes había sido su socio hasta dejarlo casi noqueado. En un momento puntual de la batalla, Ronco se recompuso y enganchó un par de veces la cara de mi amigo. Entonces, aquello se convirtió en una marabunta de golpes, un desorden total de patadas, bocados en los brazos, ganchos, directos y reveses cuyo ejecutor era imposible de identificar. Yo, observando desde el mismo punto, era incapaz de distinguir quién daba y quién recibía, hasta que el enfrentamiento se saldó con Ronco cayendo a mis pies, destrozándose la nuca contra el precioso mueble de caoba donde yo había apoyado mi cerveza. Fue un golpe brutal. Estoy seguro que escuché perfectamente el sonido de su cráneo reventando contra el mueble. Timo se quedó paralizado. Yo entré en la más profunda de las histerias. Hicimos todo lo que hacen en las películas para ver si aquél tipo que se desangraba tenía aún pulso, pero solo lo hacíamos por curiosidad médica, pues estuviese o no muerto, nuestro único plan era salir de allí despavoridos sin que nadie nos viese. Estaba muerto. Indudablemente. ¿Qué hacer? Ante una situación así, no puedes discurrir en cuál sería la mejor solución, ni elaborar una lista de pros y de contras. Hay determinadas situaciones en la vida en las que la única solución factible es huir. Limpiamos la sangre y dejamos a Ronco yaciendo inerte junto al precioso mueble de caoba contra el que se había abierto la cabeza. Sin mediar palabra entre nosotros ni con el difunto, nos fuimos raudos. Adiós, Ronco. Nos veremos en el infierno o en donde quiera que se reúnan los muertos indeseables, indignos del paraíso, que ya fueron indeseables en vida.
Llegamos a casa. Jandro no estaba. No sabíamos dónde había ido. Comimos. A lo largo de mi vida he tenido muchos episodios de hambre voraz por diversos motivos. Matar a un tío es la que más hambre da de todas. Después del almuerzo, me aliñé un cigarro, me armé de valor y rompí el silencio más horrible de mi vida.
 
-    Has matado a un tío.
-    Lo sé. – Timo aniquiló con una mirada toda mi inquietud- Las personas como tú o como yo no pueden   morir sin haber matado a alguien.
-    ¿Qué probabilidad existe de que nos pillen?
-      Poca. Ronco y yo solo hemos contactado una vez en Sevilla. Le he comprado una sola vez. Seguramente ni siquiera sus demás contactos en la ciudad conocen esta transacción. Además, yo no soy un enemigo conocido de Ronco. En teoría, yo nunca tendría ningún motivo para matarle, que la gente sepa.
-     ¿Y estás seguro de que efectivamente tenías un motivo para matarlo?
-      Espero que sí. No me gusta matar a nadie en balde.

El muy asqueroso ya hablaba como un jodido asesino. En ese momento no me extrañó que yo hubiese tenido miedo de que matase, y hasta volví a pensar que aquél gordo con el que vivía era un homicida. Pero tenía razón. Timo no era ningún sospechoso habitual. Toda su vida como traficante había estado amparado por su minoría de edad y por la protección de El Fantasma. No figuraba en ninguna lista de posibles delincuentes, la policía no le conocía de nada, y el resto de narcos y mafiosos aún le tenían miedo por la gran estima que El Fantasma le tenía. Nada. Era muy remota la posibilidad de que aquello nos salpicase de manera jurídica por ningún lado. De manera psicológica, no nos había salpicado, nos había inundado. Nos estábamos ahogando en la sangre de Ronco. Al menos yo. 

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