Desperté. Me incorporé, con los
codos apoyados en la cama, mientras pensaba en la noche de ayer y en qué
vendría hoy. Sin duda, si el karma existía, hoy sería un día tranquilo y
apacible. Pero recordé que había hospedado a Timoteo sin consultarlo antes con
Jandro. La peor sensación del mundo es despertar lleno de energía e ir
recordando en hilera todas las cosas que has de resolver. Mientras me vestía,
ensayaba mentalmente lo que le diría a Jandro. Preparaba cuidadosamente todas
las razones por las cuales había invitado a un narcotraficante desconocido a
vivir con nosotros de forma indefinida. Me anticipé a todas sus posibles
respuestas y las fui desglosando una a una hasta rebatirlas todas. Todo ello lo
hice mientras me quitaba el pijama. No obstante, fue en vano. Solo había
pensado en cuánto odia Jandro que se tomen decisiones a sus espaldas, pero
había olvidado por completo la capacidad de persuasión de Timo. Cuando llegué
al salón, los dos disfrutaban de una birra y una bolsa de altramuces mientras
se contaban sus aventuras y desventuras amorosas. Timoteo tampoco había tenido
mucha suerte en sus relaciones. Sandra, quien solía ser su novia, lo dejó en la
estacada en el momento en que dejó de poder conseguirle droga gratis. Había
algo peculiar en su forma de narrar su historia con ella. Era prolijo en
detalles y no le importaba contar las cosas tal y como pasaron pese a lo mucho
que había sufrido, pero lo hacía de forma comedida, como si midiese el nivel al
que se abría a nosotros para no romper a llorar. Al ver que le costaba tragar
saliva y que su garganta se anudaba, quise desviar la conversación hacia un
punto menos doloroso.
- ¿A qué hora te has levantado?
- Pronto. Fui temprano a casa de Ronco y llevo
toda la mañana intentando vender esta maravilla por el barrio –dijo mientras me
mostraba un chivato muy bien cargado.
- ¿Intentando?
- Sí, hermano. Tras toda la mañana vagando de acá
para allá, no he encontrado en el barrio una sola persona que quiera comprar.
Al principio, simplemente lo dejé estar, pero cuando ya eran diez u once las
personas que rechazaban mi mercancía, no he podido evitar preguntar por qué.
- ¿Y qué han dicho?
- Todos parecían estar bien servidos, y los que
no, me decían que podían conseguir algo mucho mejor cuando quisiesen.
Me extrañó mucho lo que me dijo. Timoteo sin duda no estaba menos perplejo, pero lo decía con ese inherente gesto de indiferencia que tanto me enervaba, y parecía no importarle; nada más lejos de la realidad. Yo había probado el material en otras ocasiones –gracias a Bernardo El Ascuas- y tenía claro que era imposible encontrar algo así en Sevilla. Algo de tanta calidad no se encuentra fuera del circuito de la costa atlántica, yo lo sabía, y Timoteo también. No quise creérmelo. Que alguien de La Gracia no quiera comprar lo que Timo traía y al precio al que lo vendía era como si un perro sarnoso harto de pienso de tercera o cuarta fila rechazase una pata de jamón de la dehesa. Quería ver aquello con mis propios ojos.
Nada más salir del piso, paramos en la cochera de en frente, que tenía la portezuela por donde salen los peatones abierta. Detrás se oía reír y charlar a tres o cuatro personas. Nos asomamos y vimos a tres chicas y un chico sentados en sillas de playa. Si no estaban fumando, acababan de apagar el último, pues en aquél garaje se respiraba felicidad. Jandro y yo estábamos seguros de que Timoteo simplemente había tenido mala pata esa mañana, pero que sería coser y cantar vender nuestra yerba por el barrio. Cuando tocamos a la puerta, entramos en la cocherita con el pertinente permiso de quienes allí estaban y les ofrecimos nuestro oro, nos despacharon como si les acabásemos de poner una mierda en la cara. Alguno incluso se rió, pero su mueca retrocedió al lanzarle Timoteo la misma mirada que me lanzó a mí cuando no quise beber de su copa. Nos fuimos de allí bastante confusos. Seguimos nuestra ruta, hablando con los yonquis nostálgicos de la calle Jesús Nieto, con los gitanos de los pisos de protección oficial, con los viejos que consumen para paliar los dolores de su osteoporosis, con los estudiantes ingenuos, con las amas de casa que disfrutan de una buena recompensa antes de acostar a los niños, y no hubo nadie que quisiera adquirir lo que le ofrecíamos. Hasta El Costra nos rechazó. Dimos aquello por perdido. Estábamos confusos y contrariados, especialmente Timoteo, que acababa de pagar doscientos euros a Ronco. Volvimos a casa y, tras el almuerzo, cogimos un par de papeles y un mechero y decidimos darle salida a la inversión de Timo como mejor sabíamos. “No sé qué coño está pasando aquí, pero lo voy a averiguar”, repetía continuamente. Nadie le contestaba, y realmente él no esperaba contestación. Estaba hablando consigo mismo, pero en voz alta, para aportar esa seguridad y ese empaque que aporta un pensamiento en voz alta. Nosotros no éramos más que unos testigos colaterales y circunstanciales de aquella promesa que se hizo a sí mismo en ese momento.
Nuestro día a día en la facultad era bastante incierto. Cuando nuestro errático horario nos permitía ir a clase, nos dedicábamos a vagar por allí, totalmente desubicados. En uno de esos momentos de desorientación entramos en la clase equivocada, en segundo de periodismo, donde me pareció ver a Manuela. Al terminar las clases nos la volvimos a cruzar un par de veces, pero Timoteo aseguraba que en la vida había visto a esa mujer. Yo estaba bastante convencido en un principio, pero poseo la desagradable habilidad de dudar de mí mismo hasta el punto de dar por ilusorias escenas de mi vida totalmente reales. Sin embargo, su forma de mirarnos a Timo y a mí era algo peculiar. Coincidimos en el parque donde los estudiantes de la facultad yacen en el césped como lagartos, eliminando con cerveza y otras sustancias isotónicas cualquier vestigio de aprendizaje. Allí estaba ella, o una persona que se le parecía mucho, conversando con un grupo reducido, buscándonos con la vista, mirándonos por encima del hombro de sus compañeros y girando bruscamente el cuello cada vez que nuestra vista coincidía con la suya. No tenía claro si nos miraba como se mira a alguien a quien se conoce o simplemente miraba como miraba todo el mundo a la gente con pintas como la de Timo o la mía.
Me extrañó mucho lo que me dijo. Timoteo sin duda no estaba menos perplejo, pero lo decía con ese inherente gesto de indiferencia que tanto me enervaba, y parecía no importarle; nada más lejos de la realidad. Yo había probado el material en otras ocasiones –gracias a Bernardo El Ascuas- y tenía claro que era imposible encontrar algo así en Sevilla. Algo de tanta calidad no se encuentra fuera del circuito de la costa atlántica, yo lo sabía, y Timoteo también. No quise creérmelo. Que alguien de La Gracia no quiera comprar lo que Timo traía y al precio al que lo vendía era como si un perro sarnoso harto de pienso de tercera o cuarta fila rechazase una pata de jamón de la dehesa. Quería ver aquello con mis propios ojos.
Nada más salir del piso, paramos en la cochera de en frente, que tenía la portezuela por donde salen los peatones abierta. Detrás se oía reír y charlar a tres o cuatro personas. Nos asomamos y vimos a tres chicas y un chico sentados en sillas de playa. Si no estaban fumando, acababan de apagar el último, pues en aquél garaje se respiraba felicidad. Jandro y yo estábamos seguros de que Timoteo simplemente había tenido mala pata esa mañana, pero que sería coser y cantar vender nuestra yerba por el barrio. Cuando tocamos a la puerta, entramos en la cocherita con el pertinente permiso de quienes allí estaban y les ofrecimos nuestro oro, nos despacharon como si les acabásemos de poner una mierda en la cara. Alguno incluso se rió, pero su mueca retrocedió al lanzarle Timoteo la misma mirada que me lanzó a mí cuando no quise beber de su copa. Nos fuimos de allí bastante confusos. Seguimos nuestra ruta, hablando con los yonquis nostálgicos de la calle Jesús Nieto, con los gitanos de los pisos de protección oficial, con los viejos que consumen para paliar los dolores de su osteoporosis, con los estudiantes ingenuos, con las amas de casa que disfrutan de una buena recompensa antes de acostar a los niños, y no hubo nadie que quisiera adquirir lo que le ofrecíamos. Hasta El Costra nos rechazó. Dimos aquello por perdido. Estábamos confusos y contrariados, especialmente Timoteo, que acababa de pagar doscientos euros a Ronco. Volvimos a casa y, tras el almuerzo, cogimos un par de papeles y un mechero y decidimos darle salida a la inversión de Timo como mejor sabíamos. “No sé qué coño está pasando aquí, pero lo voy a averiguar”, repetía continuamente. Nadie le contestaba, y realmente él no esperaba contestación. Estaba hablando consigo mismo, pero en voz alta, para aportar esa seguridad y ese empaque que aporta un pensamiento en voz alta. Nosotros no éramos más que unos testigos colaterales y circunstanciales de aquella promesa que se hizo a sí mismo en ese momento.
Nuestro día a día en la facultad era bastante incierto. Cuando nuestro errático horario nos permitía ir a clase, nos dedicábamos a vagar por allí, totalmente desubicados. En uno de esos momentos de desorientación entramos en la clase equivocada, en segundo de periodismo, donde me pareció ver a Manuela. Al terminar las clases nos la volvimos a cruzar un par de veces, pero Timoteo aseguraba que en la vida había visto a esa mujer. Yo estaba bastante convencido en un principio, pero poseo la desagradable habilidad de dudar de mí mismo hasta el punto de dar por ilusorias escenas de mi vida totalmente reales. Sin embargo, su forma de mirarnos a Timo y a mí era algo peculiar. Coincidimos en el parque donde los estudiantes de la facultad yacen en el césped como lagartos, eliminando con cerveza y otras sustancias isotónicas cualquier vestigio de aprendizaje. Allí estaba ella, o una persona que se le parecía mucho, conversando con un grupo reducido, buscándonos con la vista, mirándonos por encima del hombro de sus compañeros y girando bruscamente el cuello cada vez que nuestra vista coincidía con la suya. No tenía claro si nos miraba como se mira a alguien a quien se conoce o simplemente miraba como miraba todo el mundo a la gente con pintas como la de Timo o la mía.
- Yo creo que sí que es ella.
- No. Créeme, soy bueno con las caras y no, no es
ella.
- ¿Entonces por qué razón se disloca el cuello
cada vez que uno de los dos la pilla mirándonos?
- Pues porque somos atractivos, macho. Día a día
tengo que lidiar con situaciones incómodas como esta. A nadie le gusta que le
descubran mirando a una persona que le atrae, hermano, porque el cortejo es
competición, y las miradas muestran debilidad.
- ¿Has fumado?
Tras un rato prudencial, y muy a pesar de Timoteo y su romántica teoría del cortejo, Manuela –porque era Manuela- terminó por acercársenos, disipando nuestras dudas con un “me tenéis totalmente intrigada”. Lo que vino a continuación sí que no me lo esperaba.
Yo atendí poco a lo que decía.
Había algo en ella que me resultaba familiar, pero al mismo tiempo me parecía
muy diferente a cualquier persona que yo hubiese podido conocer nunca. Al fin y
al cabo, todos aquellos a los que he conocido, todas las amistades que he
tenido o todas las conversaciones que he entablado han estado marcadas por el
interés. En lugares como los que yo vivía y como los que sigo viviendo, todo es
gobernado por el interés. Nadie se te acerca si sabe de antemano que de ti es
imposible sacar algún beneficio. Es la selva. La selva tiene una única ley; la
de sobrevivir, y cuando te riges por esa sola ley el tiempo es mucho más que
oro. Nadie lo perdía por gente como yo o como Timoteo, y es por eso que desde
muy pequeños quisimos andar metidos en líos y en trapicheos para que alguien
pudiese querer sacrificar algunos minutos por nosotros. Sin embargo, Manuela
parecía ser una de esas personas capaces de ofrecer su tiempo, su atención o su
amabilidad sin necesidad de obtener una recompensa por ello. Aquello me pareció
genial y bastante sorpresivo, pero el estar divagando sobre la condición humana
hizo que no me enterase de casi ninguna frase que Manuela pronunciase en ese
momento, por tanto no comprendí por qué estaba tan intrigada con nosotros.
Timo, que poseía y sigue poseyendo una inteligencia bastante más práctica que
la mía, me lo pudo explicar.
La noche en la que Timoteo pasó a
ser un inquilino más de la calle Trafalgar, la noche en que yo sufrí la
angustia de creer morir inminentemente, cuando hablábamos con Manuela y su
amiga Adela y decidimos ir a por unas copas mientras Timo me preguntaba que a
cuál de las dos me pedía, un tipo se acercó a ellas dos y les advirtió que
éramos gente peligrosa, impredecible y sanguinaria. Les aconsejó alejarse de
nosotros de inmediato, y así hicieron ellas, algo incrédulas, pero pensando que
tal vez fuese lo mejor. Aquél hombre no les pidió nada a cambio, simplemente
las miró marchar. Según Manuela, era un adulto de unos treinta y pico, de media
altura, carácter calmado y con pelo corto. Según ella terminó la descripción,
Timo bramó lenta y nítidamente: “Ronco”.
- Es Ronco. Encaja a la perfección con lo que ha
dicho.
- ¿Estás seguro? Tampoco ha sido una descripción
excesivamente exhaustiva. Quiero decir, pudo ser cualquiera. Puede haber
decenas de miles de pavos en Sevilla que tengan esas características, no me
jodas.
- ¡Venga, hostia! No hace falta ser la puñetera
Jessica Fletcher. Primero hace que las chicas huyan de nosotros, y después me vende
esta yerba que resulta que nadie quiere, yerba que seguramente haya vendido
previamente él para hacer que nadie quiera comprarme. Eso si no ha ido por La
Gracia dando órdenes expresas de que no compren mi material. Ese mamón quiere
vengarse porque yo lo desplacé del panorama cuando me convertí en el protegido
de El Fantasma, como antes lo había sido Matías Mentor y como lo era el propio
Ronco antes de que yo empezase a pasar por Cartaya. Es un hijoputa vengativo y
calculador. ¡Vamos a por él!
Empezaba a cogerle el tranquillo a
Timoteo, y cuando te hacía algún tipo de proposición sin antes consultarte, sin
interpelar contigo y sin pedir en ningún momento tu opinión era porque
realmente no le importaba, porque dijeses lo que dijeses, hicieses lo que
hicieses, aunque te agarrases con las uñas de los pies y de las manos al
asfalto, aunque apelases a la calma, a la reflexión y a la cordura o te
encomendases a los dioses griegos, aquello iba a suceder. Fuese lo que fuese
que él quisiese que sucediera. Me arrastró fácilmente de un zarandeo y ni siquiera
me permitió despedirme de Manuela. Una vez más me iba de su lado sin yo querer.
Sentí que poco importaba lo que yo quisiese. Era algo que había sentido toda mi
vida, algo de lo que estaba huyendo cuando vine a Sevilla, pero quizá ese algo
que me impedía realizar lo que verdaderamente quería no era más que yo mismo.
Estábamos allí. Ya habíamos
llegado al bloque donde Ronco vivía, bastante cerca de nuestro piso, a unos
quince minutos andando, en un barrio mucho más acomodado que el nuestro.
Timoteo sabía perfectamente cuál era su planta y su puerta, también su portero
automático, pero antes de llamar, nos detuvimos debajo del umbral de la puerta
del bloque y miramos hacia los lados, también hacia arriba y hacia atrás. Es el
tic del que tiene miedo. Miedo de haber tomado una decisión irrevocable pero
que no sabe a dónde le llevará ni por qué la ha escogido entre multitud de
opciones más. No obstante, allí estábamos, y quizá yo estuviese dispuesto a
desandar lo andado y caminar atrás, de vuelta a nuestra anterior vida, la que
teníamos antes de ir a por Ronco. Pero Timoteo no lo estaba. Aún no tenía las
suficientes derrotas a su espalda como para ser consciente de que no existe un
número finito de derrotas, sino que alguien puede perder tantas veces como
decida jugar. Cuando empiezas a perder más de lo que ganas, descubres que el “eso
no puede pasarme a mí” no existe. Es entonces cuando adoptas la vida del
perdedor, coges su estética, su himno y su bandera.
- ¿Diga?
- ¿Ronco? Soy Timo. ¡Abre!
- De acuerdo. Sube
No tenía nada claro lo que iba a
hacer cuando nos abriese la puerta. No sabía de hecho qué era lo que Timo
quería hacerle, si robarle, pegarle una paliza, pedirle explicaciones o si iba a quemarle la mercancía. Tampoco
sabía cómo. ¿Qué posición adoptaría? ¿Se haría el remolón un buen rato hasta
que Ronco se diese cuenta de que lo sabía todo o se lo diría directamente, de
sopetón? Tal vez ni siquiera pretendía hablar con él. A lo mejor le lanzaba un
puñetazo a la nariz según Ronco abría la puerta, aprovechando que tendría la
mano en el pomo y no podría cubrirse. Y aunque no lo sabía y la curiosidad me
martilleaba el estómago, sabía que no era conveniente preguntarle. Haría que
Timo perdiese los nervios y desde luego eso no nos interesaba a nadie de los
que estábamos implicados en todo este asunto. Tocó el timbre y Ronco abrió.
Estaba viendo un partido de fútbol. Se sentó en el sofá donde estaba antes de
abrirnos, se lamentó por una ocasión que su equipo había fallado y nos ofreció
un par de cervezas que aceptamos de momento. Los niños de barrio aceptamos una
cerveza aunque nos la ofrezca el mismísimo diablo. El anfitrión se incorporó,
fue a la cocina y nos trajo nuestras dos latas de rubia. Mi compañero se amorró
a ella y la succionó en medio minuto. Aquello era un don. Cuando lo fui
conociendo más, tuve ocasión de comprobarlo mejor. El muy cabrón era capaz de
tragarse lo que fuera en cuestión de segundos. Hay personas que pueden controlar
conscientemente órganos que normalmente funcionan de forma involuntaria. Timo
concretamente controlaba la epiglotis a su antojo. Era un súper poder que le
permitía alcanzar la embriaguez en el momento que le placiese. Terminó su birra
y la dejó en un posavasos, de forma muy educada. Ronco, que había presenciado
el show, carcajeó y exclamó sorprendido: “¡Dios! Eso ha sido la hostia!” Timo
se dirigió muy lentamente a él. La suerte estaba echada. Timo volvió a hacer
gala de esa capacidad de autocontrol emocional que yo atisbé cuando nos habló
de su ex novia. Manejando a la perfección la situación, se dirigió a su
paisano:
- Devuélveme mi dinero. ¡Todo!
- ¿Por qué? ¿No te gusta el material?
- ¡No lo hagas así, Ronco! ¡No trates de
engañarme, so mierda!
- ¿Pero de qué coño me hablas?
Timo no esperó más. No reculó, no
dio opción a la pacificación, no quiso conocer opiniones ni oír a nadie
explicarse y le asestó un bofetón con la mano abierta. Como un correctivo, pero
de intensidad cuadruplicada. No sé si el alcohol había hecho que perdiese los
estribos o si lo que había hecho que mi amigo saliese de su órbita fue un
exacerbado sentido del honor y el orgullo. En cualquier caso, yo me quedé inmóvil un
metro detrás de ellos dos, en el mismo sitio que me había colocado nada más
entrar, acodado en un precioso mueble de caoba donde Ronco tenía puestos los
posavasos. No creo que Timo me hubiese llevado allí para ayudarle en una pelea,
sino para hacerle más ameno el paseo a casa de su enemigo. Si quisiera un
compañero de lucha, yo no era el más indicado. De todas maneras, Timoteo lo
sabía. Si su objetivo era pegar, hubiese llevado a Jandro, que al menos medía
metro noventa y algo. Yo no era más que un sparring. Por eso, me quedé allí
como un pasmarote mientras veía al gordo de Timo darle un segundo bofetón a
Ronco, que seguía tratando de dar explicaciones. No sé si alguna vez habéis
intentado explicar algo mientras os zurran un palizón, pero ya os digo yo que
no es una tarea especialmente fácil. No importa que lo que quieras explicar sea
un tratado filosófico o una receta de cocina. Es imposible. Cuando Ronco
recibió la tercera hostia, decidió no volver a intentar establecer ninguna
conversación y empezó a defenderse, primero tímidamente, con un agarrón y un
puñetazo en el hombro, y después con uñas y dientes, ante la feroz respuesta de
Timo, que le propinó un cabezazo y un tremendo golpe en la boca en cuanto su
oponente le golpeó la primera vez. Fue el pretexto que Timoteo necesitaba. Fue
la mecha que encendió el cohete. Una vez que Ronco le tocó, Timoteo dio rienda
suelta a toda su ira, a todo su enfado, a toda su frustración, y les puso
nombre y apellidos. Tobías Martínez, “el Ronco”, no era más que el protagonista
de su último traspié, pero en ese momento lo convirtió en responsable de todas
las desgracias ocurridas desde que era niño. Timo nunca había pegado a nadie,
nunca lo necesitó. Pero en ese momento, una vorágine de rabia contenida atizaba
al que antes había sido su socio hasta dejarlo casi noqueado. En un momento
puntual de la batalla, Ronco se recompuso y enganchó un par de veces la cara de
mi amigo. Entonces, aquello se convirtió en una marabunta de golpes, un
desorden total de patadas, bocados en los brazos, ganchos, directos y reveses
cuyo ejecutor era imposible de identificar. Yo, observando desde el mismo
punto, era incapaz de distinguir quién daba y quién recibía, hasta que el
enfrentamiento se saldó con Ronco cayendo a mis pies, destrozándose la nuca
contra el precioso mueble de caoba donde yo había apoyado mi cerveza. Fue un golpe
brutal. Estoy seguro que escuché perfectamente el sonido de su cráneo
reventando contra el mueble. Timo se quedó paralizado. Yo entré en la más
profunda de las histerias. Hicimos todo lo que hacen en las películas para ver
si aquél tipo que se desangraba tenía aún pulso, pero solo lo hacíamos por
curiosidad médica, pues estuviese o no muerto, nuestro único plan era salir de
allí despavoridos sin que nadie nos viese. Estaba muerto. Indudablemente. ¿Qué
hacer? Ante una situación así, no puedes discurrir en cuál sería la mejor
solución, ni elaborar una lista de pros y de contras. Hay determinadas situaciones
en la vida en las que la única solución factible es huir. Limpiamos la sangre y
dejamos a Ronco yaciendo inerte junto al precioso mueble de caoba contra el que
se había abierto la cabeza. Sin mediar palabra entre nosotros ni con el
difunto, nos fuimos raudos. Adiós, Ronco. Nos veremos en el infierno o en donde
quiera que se reúnan los muertos indeseables, indignos del paraíso, que ya
fueron indeseables en vida.
Llegamos a casa. Jandro no estaba.
No sabíamos dónde había ido. Comimos. A lo largo de mi vida he tenido muchos
episodios de hambre voraz por diversos motivos. Matar a un tío es la que más
hambre da de todas. Después del almuerzo, me aliñé un cigarro, me armé de valor
y rompí el silencio más horrible de mi vida.
- Has matado a un tío.
- Lo sé. – Timo aniquiló con una mirada toda mi
inquietud- Las personas como tú o como yo no pueden morir sin haber matado a
alguien.
- ¿Qué probabilidad existe de que nos pillen?
- Poca. Ronco y yo solo hemos contactado una vez
en Sevilla. Le he comprado una sola vez. Seguramente ni siquiera sus demás
contactos en la ciudad conocen esta transacción. Además, yo no soy un enemigo
conocido de Ronco. En teoría, yo nunca tendría ningún motivo para matarle, que
la gente sepa.
- ¿Y estás seguro de que efectivamente tenías un
motivo para matarlo?
- Espero que sí. No me gusta matar a nadie en
balde.
El muy asqueroso ya hablaba como
un jodido asesino. En ese momento no me extrañó que yo hubiese tenido miedo de
que matase, y hasta volví a pensar que aquél gordo con el que vivía era un
homicida. Pero tenía razón. Timo no era ningún sospechoso habitual. Toda su
vida como traficante había estado amparado por su minoría de edad y por la
protección de El Fantasma. No figuraba en ninguna lista de posibles
delincuentes, la policía no le conocía de nada, y el resto de narcos y mafiosos
aún le tenían miedo por la gran estima que El Fantasma le tenía. Nada. Era muy
remota la posibilidad de que aquello nos salpicase de manera jurídica por
ningún lado. De manera psicológica, no nos había salpicado, nos había inundado.
Nos estábamos ahogando en la sangre de Ronco. Al menos yo.