domingo, 24 de noviembre de 2013

El Paguer de Arnold

Mi nombre es Joseph Arnold, tengo treinta y cuatro años y soy natural de Wells, al sudoeste de Inglaterra, y últimamente soy periodista bélico. Y cuando digo últimamente me refiero a que nunca lo he sido, pero hace algún tiempo ejerzo de ello. Hace no mucho que la editorial para la que trabajo se enroló en un proyecto de memoria histórica, que pretendía desentrañar algún que otro misterio, limpiar la memoria de las familias de las víctimas y hacer algo de justicia en diferentes lugares del mundo en los que hubiese habido algún conflicto, ya fuese interior o internacional, que siguiese dando coletazos o cuyas consecuencias de tipo político sociales siguiesen latentes. Esto es, claro, lo que se dice de puertas para afuera. De puertas para adentro es, como siempre, una campaña de marketing, una mentira más para captar lectores. Poco interés vi entonces y poco interés sigo viendo entre los editores jefes en la memoria colectiva de las naciones dañadas. Sea como fuere, allí estaba yo, un periodistucho recién llegado que se dedicaba a lo que le dijesen. Y no era el primer pringado de turno, ni mucho menos. Procedo del periodismo deportivo. Fútbol concretamente, como buen inglés. Cubriendo partidos de equipos ingleses en España, conocí a Carla. Ella solía estar abajo, informando desde el terreno de juego. Era una explotada poco puesta en fútbol. Bueno, ni fútbol, ni deporte, ni política, ni sociedad, ni nada. Entró en la facultad queriendo ser periodista de moda y tendencias. Allí conoció a bastantes babosos que tardaron poco en enchufarla en eventos deportivos, todos de cara al público. Eso fue seis años antes de conocerla yo. Por aquél entonces, trabajaba para la cadena líder y se encargaba de informar a pie de campo de las incidencias y de entrevistar a jugadores y entrenadores. Para ello había tenido que tragar bastante de todo, y en ese momento estaba bastante de moda entre ella y entre todos los guapos y guapas oficiales del país decir o aparentar que ellos se sienten atraídos por las mentes y no por el físico. Si esto fuese verdad, Carla nunca se hubiese interesado por mí. Y no lo digo porque yo sea muy atractivo, sino porque tampoco es que tenga una mente portentosa. Simplemente era famoso entre el periodisteo deportivo, simpaticote y, lo más importante, estaba cerca. Viví con ella siete años en Barcelona, dedicándome a escribir acerca del fútbol español en un diario bastante conocido, hasta que ella se cansó de mí y prefirió un guapo que no fuese demasiado imbécil.

Pues bien, como ya he dicho antes, no siempre ejercí de mindundi en el mundo del periodismo. Cuando conocí a mi exnovia trabajaba para el diario deportivo de más prestigio en el país. Yo estaba muy valorado dentro del gremio por mi facilidad léxica y mi fluidez pese a no ser el español mi lengua materna. Entonces fue cuando, cansado de escribir sobre fútbol y de las dolorosas reminiscencias que ello me traía, cambié de bando y acepté la oferta que me hicieron para trabajar como corresponsal en España para un importante periódico inglés. Eso fue hace dos años y hace uno que volví a mi isla y acabé en esta editorial, pero relegado al más bajo de los rangos. El motivo de mi descenso laboral ha sido probablemente mi propia desidia, que me obligó a dejarme a arrastrar como un junco en un tifón.

Pero de repente soy útil. Resulta que los cretinos de mi editorial han descubierto una manera de amortizar mi sueldo de una maldita vez, y han estimado que puedo ser el hombre indicado, por mis conocimientos con el idioma, para trasladarme a España a hacer el reportaje sobre la guerra que allí aconteció. Acepté de momento, como era de esperar. Era mi obligación, si es que aún me quedaba algo de orgullo, demostrar a esa panda de ineptos que puedo hacer un trabajo admirable, y resultar útil a la comunidad humana, actuando en favor de la memoria histórica de los pueblos. Años después he descubierto que la familia del propietario de mi editorial financió a uno de los bandos y sacó tajada como quien más del conflicto, pero bueno, también donan de vez en cuando dinero a cáritas, así que no tienen mala imagen.

En este cínico reportaje, mi cometido era informar, desvelar datos desconocidos y esclarecer los hechos ocurridos en la localidad de Paguer, al norte del país, cerca de los territorios fronterizos con Francia. Antes de nada, contextualizaré: en un clima muy enrarecido en el que reinaba el descontento, el gobierno republicano de un país tradicionalmente monárquico sufre un golpe de estado que triunfa solo de manera parcial, dividiéndose el país en diversos frentes dependiendo de si en esos territorios había triunfado la resistencia o los golpistas. La localidad de Paguer se encontraba aislada - junto con el resto de poblaciones vecinas pertenecientes a las regiones bañadas por el mar Cantábrico - de las demás ciudades bajo el dominio republicano. Por lo tanto, era una franja muy deseada por los golpistas, quienes querían proteger sus enclaves mineros e industriales en la zona, y poder trasladar la flota al mar Mediterráneo, para impedir el tráfico marítimo de sus enemigos. En este contexto, la toma norteña empezó a finales de marzo de 1937, y el bando golpista llegó a Paguer a últimos de abril.

Yo no tenía muy claro cómo enfocar mi trabajo. Pensé en aunar distintos formatos y géneros: entrevistas a autoridades, a secretarios de memoria histórica, a testigos... También un exhaustivo seguimiento de los hechos, con datos, número de muertes, un estudio de la economía de guerra, comparativas de ambos bandos...

Pero todo esto fue antes de conocer a Julen Ufarte. Decidí empezar por los testimonios, para luego contrastarlos con todo el arsenal de datos que pensaba recabar. Reuní a testigos de la guerra, personas ya ancianas que cuando el suceso ocurrió tendrían, los mayores, doce o trece años. Hablé con Josefa Calvo, con Mikel Garmendia, con Joseba López, con Ane Fernández, con Luis Astiagarraga y con Fernanda Larra, niños de la guerra. Y todo lo que me narraron me impactó sobremanera y me ayudó a comprender bastantes asuntos. Pero mi último testigo, el señor Julen Ufarte, uno de los que más jóvenes era cuando la guerra estalló, simplemente me dejó perplejo. Y no es que lo que me contase no se pareciese a lo que me contaron los demás. Todos coincidieron en cuanto a lugares, datos o nombres. Lo único que diferenciaba la historia de Julen de la del resto era la cara que ponía al recordarla. La desesperación, el hambre, la tristeza, el dolor, la muerte y el miedo me parecieron mucho más relevantes que la economía, los números de defunciones o las fechas. En ese momento comprendí que la guerra afecta a muchas cosas, pero no debería nunca la visión de las personas y la historia interna de los pueblos quedar relegada al puesto de menor importancia frente al resto de datos. El señor Ufarte pasó a ser la única fuente de mi crónica bélica, y conforme con lo que él me contó, narro yo:

"Verá usted, señor Arnold. Le contaré lo que pude ver con mis ojos de niño, algo que está grabado a fuego en mi retina y que recuerdo con suma precisión. Algo que nunca un crío debiera ver. Paguer siempre se mostró fiel a la República, no por ideología, sino por miedo. El golpe no triunfó en la región y las personas más afines a los golpistas tuvieron que huir. Fueron los que menos. Repito que no nos sentíamos afines a la República, pero tampoco al bando sublevado. Allí no había ideologías, ni economías, ni socialismos ni nacionalismos ni fascismos. Eso lo había en los gobiernos. En los pueblos solo había miedo,y el miedo disipa todo lo que no es horror, humo, sangre y pájaros que huyen.
Los golpistas vinieron por proteger sus intereses en nuestra tierra y por conquistar una zona que se mantenía resistente bajo el dominio republicano. Su objetivo por encima de todo, decían, era el bien nacional, pero el bien nacional te trae sin cuidado cuando cada día luchas por no morirte de inanición o tras recibir un tiro en la sesera. Se sabía que estaban cerca, y eso daba mucho pavor, porque no se sabía cuándo llegarían ni qué nos harían. Casi diría que deseábamos que llegasen de una vez por todas. Este sentimiento alentaba a muchos hombres que se disponían a luchar, decían que por defender a la República, creo que por obligación, pues lo que querían era defender a su tierra y su familia. ¿La República? ¡Cuánta bobada!
Recuerdo el momento en que llegaron. Fue como cuando esperaba los desfiles de gigantes y cabezudos, pero con terror en vez de con ganas y con mucho, mucho frío. Entraron por la ladera, y llegaron al pueblo un grupo de unos doscientos o trescientos monstruos de piel gris, mirada sanguinaria, piernas y brazos enormes y pistolas mágicas. Pero no magia de la buena, sino magia negra, ¿sabe usted? Cualquier historiador diría que no eran más que balas, pero no. Las balas son de plomo, y el plomo no hace tanto daño. Un grupo de treinta o cuarenta, no los más grandes - pero sí los más despiadados y de colmillos más afilados - se llevó a muchas mujeres y robaron en casi todas las casas. Mamá se fue con ellos, con esos seres de dentadura depredadora y de brazos deformes y fuertes. Con el tiempo, me enteré que ella tuvo un hijo con uno de esos monstruos, y tuvieron un monstruíto que murió en el parto. Los hombres del pueblo resistieron, y los monstruos, cada vez menos, tuvieron que retirarse. A la mañana siguiente, tiraron todos los cadáveres muy cerca de casa. El pueblo nunca ha olido tan mal. Costaba mucho respirar esa mañana, por la peste y porque, según decía mi tío Unai, duele mucho respirar para vivir cuando la vida es una gran mierda.
Era un 26 de abril inusualmente gélido. Sabíamos que volverían, todo el pueblo lo sabía. Yo quería luchar para preguntarles qué coño habían hecho con mamá, y aunque en casa intentaron retenerme, papá fue al frente, y la abuela estaba demasiado débil como para sujetarme. Y aunque no peleé, paralizado por el miedo, lo vi todo escondido tras un andamio. Esos engendros llegaron furiosos, disparando a diestro y a siniestro con sus pistolas, pero eso no fue lo peor. La derrota de la resistencia les sentó muy mal, y no vinieron aquí para perder otra batalla, claro que no. Se reforzaron. La magia de sus pistolas era más negra que el otro día, ellos más altos y fuertes, y sus caras más horrorosas. Pero no fue eso lo que determinó su victoria. Monstruos a lomos de otros monstruos voladores - estos sin rostro, claramente inferiores intelectualmente a sus compañeros golpistas, solo ejercían de medio de transporte - bombardearon sin piedad Paguer, una tierra modesta, de gentes buenas y sensatas. Una tierra que poco quería tener que ver con repúblicas o con golpes de estado, que se vio inmersa en un desastre sin retorno. Yo lo vi todo desde donde estaba, y aún no he visto escena más aterradora. No miento, Joseph, cuando te cuento todo esto y no miento cuando digo que ningún presidente, ningún clérigo ni ningún comandante deberían hablar en nombre de los pueblos.
A la mañana siguiente, todo era penumbra, frío y olor a muerto. Perros que aullaban, pólvora en las calles, hambre en los estómagos y nada más que dolor en los pechos. Dista mucho ya ese día. He hecho muchas cosas desde entonces, he ido a muchos sitios, he besado a muchas mujeres, he bebido mucho y he comido menos de lo que me gustaría. He bailado, he andado, he vuelto a llorar, he reído e incluso lo he pasado bien, pero para mí todos los días de mi vida han sido igual que ese 27 de abril de sombra, niebla y viento helado".

Y esto es todo lo que tengo. Este es todo mi reportaje. Sinceramente, dudo mucho que mi jefe quiera editarlo, dudo mucho que quiera leerlo, a decir verdad. Pero nunca lo borraré, y si me lo borran, sería capaz de reescribirlo una y mil veces. Prefiero llevarme esto a la tumba, siendo pobre y desgraciado, que colaborar a editar un trabajo lleno de datos, fechas y nombres, que se encuaderna fuera del sentimiento de las personas, fuera de los corazones y fuera de, en definitiva, la vida. Ningún editor debería nunca permitir esto. La literatura es un negocio más en el que impera la plata, pero yo, como editor de mi propia vida, decido tomar cartas en el asunto.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Crónicas diabólicas

12 de Octubre de 2076
Tras una vida entera vivida, mayor, cansado, y muy a disgusto con el mundo que le dejo a mi ningún descendiente, a uno le da por pensar. Piensa como nunca antes ha pensado, piensa con la totalidad de su capacidad, pues nada le queda ya que perder. Cada ciudadano libre es libre entre comillas, y desde los anales de la historia nadie ha gozado de libertad plena. Pero los poderosos, los gobernantes, no limitan nuestras posibilidades todo lo que ellos quisieran, pues es una tarea ardua que se les escapa de las manos siempre. Además, los que mandan no son más que personas, materia que alguien colocó para limitar todo ese potencial que una persona guarda en su interior. No recuerdo ya qué compañero me comentó que la unidad de medida más universal es la persona. Pues bien, se nos dota a cada uno cuando nacemos de un guardia civil interior que nos modera y nos matiza, que nos hace corregir nuestras palabras y retractarnos de lo hecho; que hace que en nuestras entretelas nazca y germine el arrepentimiento y la lamentación. No hay mejor manera de hacer las cosas que desde dentro. Cuando yo era joven existía un personaje cinematográfico llamado agente 007, que desapareció allá por 2020, porque honestamente esas películas eran pura basura y los guionistas no sabían ya qué inventarse. Pues este agentucho, cada vez que tenía que investigar cualquiera que fuese la cosa que le encargaban investigar, siempre se infiltraba en los adentros de las organizaciones que había de derrocar. Pues el poder también nos implanta un 007 dentro del pecho, dentro de la cabeza. Digo el poder y no los poderosos porque antes que un poderoso existe un poder, igual que para que existan cosas que huelen mal ha de existir por fuerza la pestilencia. El poder existe antes de que existan los poderosos. Pero todo poder necesita un sustento. Toda obediencia depende de una amenaza. Nadie actúa como desea actuar, sino que busca una combinación óptima entre el deseo y las represalias que podrían derivarse de esa acción. Es el miedo el que modera la vida. Por eso los viejos como yo podemos pensar con amplitud, porque no tenemos nada que perder y así la ausencia de miedo es obligada y evidente. Por desgracia, igual que se nos agota el miedo, se nos acaba la fuerza. Sin miedo a las consecuencias y con la seguridad de que me queda poco tiempo, cuento y narro esta historia que me contó un amigo una vez. El efecto que tiene el tiempo en la memoria y mis delirios de vejez, que durante la juventud fueron delirios de grandeza y hoy no son más que delirios, pueden ser artífices de algunos cambios en la historia, pero sé de forma certera que ocurrió.

Sigfrido, el hombre del que os voy a hablar, fue siempre un hombre despierto que quiso saber de todo y cualquier información era poca para él. Hombre curioso donde los hubiera, era también un señor cultivado que desde que leyó el Fausto de Goethe quedó profundamente obsesionado con el tema de la venta de almas a cambio de propósitos. Siempre se preguntaba por qué cosas sería capaz de cambiar su alma al diablo, e incluso escribió varias versiones de la obra, con finales alternativos y hasta adaptaciones contemporáneas.

Cuando allá por la década de los 40 se descubrió que el diablo existía, que siempre había existido, y que ni tiene rabo ni tridente, que cuando más se acerca a una llama es cuando enciende la chimenea y que el infierno no es más que un sotanillo en un barrio obrero, el demonio dejó de ser concebido como un ser de pesadilla y el mundo entero le perdió el miedo. Sigfrido, en concreto, se volvió loco y no dudó en visitarlo.

El diablo siempre existió. Nunca fue el mal encarnado ni un ángel descarriado ni nada de lo que la tradición cristiana decía que era. El diablo era un trabajador honrado que comerciaba con todas las posibilidades que tenían las vidas de todo el mundo a cambio de la suma de dinero requerida -lo del alma siempre fue un bulo-. El primer demonio nació carente de ese guardia civil interior y nunca dejó de practicar el ejercicio del pensamiento en toda su dimensión. Nada se le resistía y era capaz de todo. El primer miembro de la dinastía de los Diablo nació en el año 416, en la baja Edad Media. Desde que el primer clérigo supo de su existencia, se trató de adoctrinar al pueblo y convencerlo de su profunda maldad, y de marginar a Santiago Diablo -después apodado Satanás- de la vida en sociedad en un sótano de dimensiones claustrofóbicas en los suburbios de la ciudad. Desde entonces hasta 2040, la historia oficial de la familia Diablo es lo contado por la Iglesia católica. El descendiente de la dinastía que rulaba por los 40 se llamaba Gonzalo.

Sigfrido no deseaba ser ni deseaba tener, su obsesión era el saber, y Sigfrido quería conocer todo lo que nunca había sido, todo lo que nunca fue. Con 26 años, marchó de su ciudad natal para trabajar en un instituto nacional de investigación en la ciudad en la que en ese momento residía. La una distaba mucho de la otra, y tuvo que dejar a su pareja por el camino, pues no se veía capaz de estar juntos en la teoría y separados en la práctica. Las decisiones son fronteras entre la intención y el acto, y cuando Sigfrido tomó esta decisión, cruzó de frontera, cambió de país, cambió de compañía y de vida. Siempre quiso saber cómo hubiese sido su vida de haber tomado la dirección opuesta.

Una vez bajo el umbral de la puerta, tocó dos veces. No tenía muy claro qué procedimiento había de seguir en este caso, ni cómo tenía que dirigirse a él, cuántas veces llamar a la puerta, ¿tocar el timbre quizás?; o con qué voz hablar, qué registro usar, nada. Ante la ausencia de referencias, procedió exactamente igual que procedía cuando iba a por algo de hachís al barrio de los soportales amarillos. Gonzalo le abrió con una sonrisa en la cara, algo sorprendido, pues sabía que su dinastía acababa de dejar la clandestinidad hacía bien poco gracias a los trabajos de los nuevos teólogos de los 40. Se estrecharon la mano de una forma entre cordial y amigable, y pese a la cantidad de preguntas por formular que podrían tener ambos ante situaciones de esta envergadura, se va a lo que se va, los preámbulos se caen al suelo y se rompen.

- ¿Qué es lo que quieres? - poco parecía importarle a Diablo el nombre de su cliente.
- Verá usted - dijo Sigfrido esperando que Gonzalo le dijese que le tutease (no lo hizo) -, cuando vine a esta ciudad, dejé a mi pareja por la búsqueda de un trabajo que yo ansiaba, y querría saber qué hubiese pasado de haberme quedado allí.
- Entiendo. Pasa Sigfrido
- ¿Es que sabe usted mi nombre?
- ¿Esperas que conozca una versión alternativa de tu vida y no confías en que sepa tu maldito nombre? - Sigfrido, ruborizado y sintiéndose imbécil, se calló.
- Estate atento.

A día de hoy, "estate atento" fue la última frase venida de un humano que Sigfrido escuchó.

Lo que Gonzalo le mostró fue una especie de película representada por actores de clase B, una de esas comedias románticas de vidas perfectas, medidas al milímetro, de discusiones violentas que poco a poco tornan a la reconciliación, la reconciliación a la pasión y la pasión a un sexo lento, acompasado y melódico. Película de final predeciblemente feliz y de calidad más que dudosa. De esas historias que aunque nadie las querría para verlas, aunque nadie pagaría una entrada ni compraría unas palomitas para acomodarse en un cine a contemplarlas, son historias que todo el mundo querría para sí.

Dicen que la ignorancia es la base de la felicidad, y que la curiosidad mató al gato. Quizá el equilibrio sea la clave para una vida algo feliz y algo posible de sobrellevar, pero ¿acaso se puede mantener el equilibrio en el hilo de la vida cuando se vive a todo trapo?


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