domingo, 6 de octubre de 2013

Vertederos

No era la primera vez que me levantaba así. No tenía del todo claro a qué hora me acosté esa noche, ni qué cené, ni cuántas horas había dormido. Tampoco tenía muy claro qué día ni qué hora era.
Me levanté y la nevera estaba llena. La compra hecha. El suelo reluciente. Pero no recordaba haber comprado ni limpiado. Aun así, bien es sabido que cuando las noticias son buenas, aunque desconcertantes, se las recibe con una sonrisa. Yo sonreía esa mañana. Todo me lo encontré hecho. No sabía si había ido a currar esa semana, pero ese día, un dos de marzo, cobré mi nómina sin ningún tipo de problema. En la esquina, Rodolfo el quiosquero me esperaba con el periódico en la mano. Cuando fui a pagarle me miró extrañado y soltó algo así como una broma. Ni el quiosquero es un genio del humor ni yo soy un genio en nada. Seguí andando con la sensación del que recién despierta. No sabía ni podía verificar la realidad o la no realidad de lo que iba viendo. Todo cotidiano, por supuesto. Las señoras de mi barrio me sonreían, cosa que nunca habían hecho. Si ya me sorprendió que no ejecutaran ese mecanismo intrínseco en las ancianas snob de sujetarse el bolso cuando algún personaje de mi calaña pasa cerca de ellas, esas sonrisas amables e hipócritas – la hipocresía es una enfermedad que no cura con la edad – sencillamente me aturdieron.

Más adelante, me topé con mi vecino. Una pesadilla hecha carne. No tenía gana alguna de cruzar ningún tipo de palabra o gesto con él, pero me abordó con tanto ímpetu que no tuve más remedio. Me habló de no sé qué cuentas y alabó mi buena gestión – no sabía de qué -. Resultó que yo era el presidente de mi comunidad. Era la primera noticia que tenía de ello, pero al parecer lo hacía muy bien. Cada tres pasos que daba, recibía un “gracias por tal cosa” o un “te debo una por tal otra”. Cada frase era como una punzada en el hombro. A veces no solo duelen las balas que no mereces. A veces duele una flor cuando se inserta donde solías recibir balazos. Costumbre, supongo.

Mi agrado inicial fue evolucionando hacia un hastío repugnante. Supongo que es el mismo hastío que sienten las personas cuando se conocen mejor. Es como saborear un dulce delicioso en el primer bocado, que se torna amargo cuanto más lo masticas. Será por eso que todos mueren solos. Sea como fuere, continué caminando mi particular milla verde. Llegué al bar de al lado de mi trabajo, solo por saludar al camarero, alguien que no me desagradaba del todo.

Nada más cruzar el umbral de la puerta, siete u ocho voces coreaban mi nombre. Era gente de mi trabajo. En cualquier otra situación esos coros hubieran sido la máxima expresión del sarcasmo y la ironía. Pero ese puñetero día yo estaba dispuesto a encontrarme con otra asquerosa sorpresa. Efectivamente no había sorna en las palabras de mis compañeros. Me senté con ellos obligado, y me dispuse a escuchar una ronda de adulaciones y bailes de agua. Ardía en deseos de reventarles un vaso en la cabeza a cada uno. La verdad es que podría haberles preguntado por qué me querían tanto de repente, pero me moría de aburrimiento. Tuve que irme y ni siquiera saludé al camarero.

Apenas había andado cien metros cuando vi a mi novia abalanzarse sobre mí, y mientras engarzaba sus brazos en mi cuello, me dio un beso húmedo, cálido y maravilloso. Me morí del asco. ¿En qué momento había aprendido a besar así? Fue como si mientras yo estaba en el bar aguantando a esos cretinos ella hubiese estado con otro tipo. Laura nunca había sido cariñosa conmigo. Puede que quizás al principio, pero ya no me acordaba. Yo la quería, pero también la odiaba. Pasaba mucho tiempo conmigo, pero sin ganas, sin entusiasmo. Más de una vez sospeché que aquello no era más que una pesada apuesta que ella había hecho con una amiga - con una de esas amigas malas que todas las mujeres guapas tienen – y me preguntaba a menudo por qué seguíamos viéndonos. Cuando hacíamos el amor, nunca nos mirábamos. Follábamos como follan dos mendigos solos, escuálidos y helados en busca de algo de calor. Todos preferimos la piel a los cartones. Era un conformismo sordo y ciego que nos ataba el uno a la otra. Conversábamos, sí, pero de todo y de nada al mismo tiempo. Charlábamos como charlas tú con tu vecino al que te encuentras en el ascensor. Aunque varias horas al día. Situaciones cargantes que incomodan. Pero era mi compañera. Y sí, siempre la quise. Además, sé con algo de certeza que ella diría lo mismo sobre mí.

Pero ese día, ella era atenta, cariñosa, rebosaba entusiasmo y emoción. Estaba mucho más guapa. Pero me dio más asco que nunca. “Tengo que ver a Ramón, luego nos veremos” le dije, y con un beso de refilón en la mejilla me despedí y empecé a andar. Cuando la oí llamarme cariño - ¡Por dios! ¡Cariño! – eché a correr. No era mentira. Tenía que ver a Ramón. No era que empezase a estar harto de esta situación, era que sencillamente estuve a punto de abrirme la cabeza con cualquier piedra o de pegarle un trago a cualquier bote de lejía. Hacía ya mucho que no veía a mis padres, y sería inútil ir a recabar información a ellos, pues poco podrían aportarme. Seguí corriendo a casa de Ramón y llamé a su portero automático.
-               ¿Diga?
-               ¡Ramón! Soy yo. Baja.
-                No, no. Yo te abro. Sube campeón.

¿Campeón? ¿Qué habría tenido yo que hacer para ascender de golfo, triste o melindres a campeón, nada más y nada menos? Subí los escalones de cuatro en cuatro, como mandaba la situación, y así quizá con algo de suerte me hubiese desnucado por las escaleras. No fue así y entré al piso de Ramón, donde vivía solo. Me metí hasta la cocina y me serví un vaso de agua. Fui al salón y allí me acomodé en un sillón horrible que Ramón no quería tirar porque se lo había regalado su tía de Palencia. Una señora muy fea y muy desagradable, con una horrible dentadura.
-                ¡Menuda cogorza la de anoche! -  me soltó el muy soplapollas. Lo de la cogorza sí era más propio de mí, lo que más me encajó de todas las cosas que había visto o escuchado esa mañana. Me tranquilizó bastante, la verdad.
-                 Sí, sí. Mira Ramón, es muy posible que todo esto sea fruto de las lagunas del alcohol, pero no tengo las más mínima idea de qué me pasa a mí, o de qué pasa a mi alrededor.
-                 No entiendo. – Normalmente Ramón era un tío muy listo, pero no esa mañana, y menos con resaca.
-                 Hostias, Ramón. Todo el mundo me saluda por la calle, me agradece cosas que hago por ellos y me elogia. Soy presidente de mi maldita comunidad y en el curro todos me adoran. Y Laura me ha besado y me ha llamado cariño. ¡Por dios!
-                  No sé de qué te extrañas. Estos dos últimos meses has cambiado de forma radical. Eres trabajador, encantador y responsable. Haces todo cuando tienes que hacerlo y de una forma exquisita. Eres amable y tratas a todo el mundo con dulzura, no como antes. Y Laura, como todos, lo ha sabido valorar.
-                 ¡No! ¡No! ¡No! Yo no he hecho nada de eso y si lo he hecho no lo recuerdo. No me gusta mi curro ni me gustan mis compañeros. No me gustan mis vecinos ni mis padres. Joder. No me gusta este barrio... y si me apuras tampoco me gusta Laura, y lo sabes. Lo único que me seguía gustando a pesar de todo era la vida y ahora, y no antes, es cuando empiezo a cuestionármelo.
-                 Que sí, que sí. Mira, te debe haber sentado algo mal. Ve a descansar.

El resto de la conversación fueron sendos intentos – inútiles – de convencer a Ramón de mi tesis, y un machacón Ramón con más intentos – igual de inútiles – de convencerme a mí de la suya. Yo estaba seguro de que estos dos últimos meses no había hecho nada de eso. No sé muy bien lo que estuve haciendo, pero seguro que no fue trabajar con buena cara y amabilidad en un trabajo que me consume, atender a gente que me irrita y querer a una pareja que me tenía como quien tiene una obligación. Estaba seguro de ello. Si de algo me había servido conocer poco a los demás era para conocerme mucho a mí. Me volví a casa corriendo de nuevo.

Tres días después, salí de casa. Solo por pasear. Caminando, me encontré con mis sospechas. Era Laura besando a otro tipo. Se besaban como cuentan que se besan las personas que se quieren. Sentí algo de dolor, sentí algo de rabia, pero sobre todo sentí envidia. No por ser Laura, sino por el calor. Esa falta de calor que muchos llaman soledad. Cuando separaron sus labios, pude ver la cara de ese mamón. Era la mía. Era yo. Un tío con la misma cara que yo, con el mismo cuerpo y los mismos gestos. Pero era muchísimo más atractivo. Quizá porque parecía feliz. Me dediqué a seguirle. No me acuerdo de cómo me sentí siguiéndome a mí mismo, no lo sé. No tuve tiempo de hacerme un autoanálisis en un momento tan turbulento en que toda mi vida no era más que espuma. Supongo que nadie puede.

Siguiendo al “nuevo”, descubrí por qué todo el mundo me quería. Quiero decir, por qué todo el mundo lo quería a él. Lo vi en el trabajo. Eficiente, puntual. Le gustaba ese trabajo sin duda. Lo vi también en el barrio. Parecía uno de esos ridículos boy scouts que ayudan a las viejas y hacen todo tipo de servicios comunitarios a cambio de una estúpida medalla, pero sin buscar nada a cambio. Quizá solo el reconocimiento, que es como una medalla que no se ve pero se siente. Lo observé también en casa. El cabrón lo tenía todo impoluto. No se le escapaba nada. Ya lo había visto con Laura, y lo vi también con Ramón. Era el típico amigo perfecto, dispuesto a ayudar en lo que sea y con un puntito canalla. Y también lo espié cuando fue a comer con mis padres. O con los suyos, no lo sé. Era un hijo ejemplar sin lugar a dudas. Me alegré por mis padres, por lo que debían pensar y por lo que debían de sentir ahora que tenían de verdad un hijo.

Lo hacía todo bien. Pero no era yo. En cualquier comedia romántica, yo habría matado a ese idiota usurpa vidas, y una vez muerto este, hubiera cambiado, aprendido la lección, y obtenido una versión mejorada de mí. Pero no. No lo hice. Lo volví a ver besando a Laura, mi compañera, mi amiga, la persona que pese a cualquier cosa seguía conmigo en mis momentos de podredumbre – todos - , y supongo que debería haber sentido ganas de matarlo, pero sin duda él era mejor que yo. Todos lo querían. Cumplía su rol perfectamente. ¿Y qué si no era yo, si hacía de mí mejor que yo? Si la vida es un teatro, es lógico que este papel haya de interpretarlo el mejor actor. Y ese no soy yo.

Asumida mi pérdida y sabiendo que dejaba en buenas manos a mi familia, mi pareja, mi amigo, mis compañeros, mis vecinos y mi casa, decidí irme con lo puesto a buscar algún director que me ofreciese un papel que yo pudiese interpretar.

Caminé y caminé durante horas. Atravesé la ciudad de punta a punta, y cuando me quise dar cuenta me vi en un parque, en una zona periférica y desangelada. Exhausto, me senté en un banco y comencé a beberme una botella de agua que había comprado en un quiosco. Fumé un par de cigarros y me quedé traspuesto.
Cuando desperté, mi cabeza estaba acomodada sobre el hombro de un tipo. Debería haber sentido miedo, o susto al menos, pero a estas alturas, ¿qué cojones iba a sorprenderme? Aún amodorrado, me incorporé, me encendí otro pitillo y miré a mi acompañante almohada. Era Ramón.
-           ¿Qué haces aquí?
-               Yo estaba aquí antes que tú.
-               No me jodas, Ramón. ¿Qué haces aquí?
-               Ya veo que a ti también te han sustituido. Por cierto, me alegro de verte. Hacía bastantes semanas que no nos veíamos, golfo.
-                ¿Será posible? ¿Cómo puedes ser tan cretino? ¡Nos vimos hace tres días!
-                  Ese no era yo. Yo llevo aquí varias semanas.
-                  ¿Aquí? ¿En este parque? ¿En este barrio?
-                   Sí. Con los demás sustituidos.
-                   Sin rodeos, Ramón.
-                   Supongo que habrás leído a Nietzsche. Nietzsche dice que lo imprescindible surge a pesar de todo. Lo imprescindible es lo que hace falta para que la vida fluya, para que todo siga su cauce como sigue el cauce de un torrente de forma necesaria. Todas las personas tienen que cumplir su micro función para que la macro función del mundo siga sin interrupciones, según lo planeado. Tú sabes perfectamente que cuando en un bosque algunos árboles se queman, las autoridades inician una repoblación forestal.
-                     Sí que lo sé.
-                   ¿Pero a que nunca has visto a nadie en un bosque plantar nuevos árboles y retirar los árboles quemados y feos?
-                     Pues no, Ramón, yo no. Pero supongo que alguien…
-                    No, nadie. Nunca nadie lo ha visto. No sé en qué momento empezó a pasar esto, ni quién lo hace, porque nadie lo ve y seguramente nadie lo verá. Pero para que la vida funcione, los vivos han de hacerlo. Ellos. No sé quiénes son, pero son ellos, y se dedican a sustituir lo que no funciona por algo nuevo que sí. Y al igual que pasa en los bosques, nadie los ve repoblar las vidas. Pero lo hacen. Se despojan de las vidas quemadas, como la tuya o la mía, y plantan semillas de las que germina lo imprescindible, que como decía Nietzsche, surge a pesar de todo. Todos los desterrados de la ciudad vivimos aquí, o por lo menos todos a los que yo conozco. Cuando descubren que sus vidas han sido usurpadas, caminan. Y todos caminan hacia aquí. Este es el vertedero humano que ellos han colocado, a las afueras, donde no molestamos. Como un punto limpio. Nadie nos guía, es una ruta invisible que se sigue con la propia inercia del fracaso y la desorientación. Solo la sigues.


Me lo creí. Abracé a Ramón, a mi Ramón, pues el que conocí hace tres días, pese a ser su versión mejorada, era un soberano imbécil. Puede que el nuevo hiciese mejor de él que él mismo, pero la esencia estaba aquí, tirada en un banco, con barba de diez días, con una colilla en la mano y rodeado del resto de desterrados que componían el vertedero humano de la ciudad. Allí vi a Genaro el camarero, también a Rodolfo el del quiosco, y vi a mis padres. Los abracé y les prometí ir a verles muy a menudo. No obstante, pese a la necesidad de explorar lo nuevo, de escudriñar todos los rincones y conocer los entresijos de esta nueva vida, necesitaba caminar. Volví a caminar, y caminando la vi. Era Laura. La de verdad. No sé cuánto llevaba en el vertedero, y quizá yo hubiese vivido todo el tiempo excepto una pequeña porción con una Laura de mentira. Pero no. Los nuevos, los sustitutos, son todos encantadores, y ella no lo era. Ni quería que lo fuese en ese momento. Simplemente era ella. Fui a besarla. Ella me besó, me besó con ganas y con pasión. Estábamos sucios, peludos, pegajosos y con alientos sabor tabaco y ginebra, pero fue el mejor beso que hoy por hoy nos hemos dado.

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